Ellos, al bar

OPINIÓN

20 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

El pueblo pardo en sus fachadas y gris en el paisaje que le rodea. Lejos, muy lejos, azul intenso, profundo. No hay nubes, ni previsión de agua. La vida es rutinaria como su paisaje. Silenciosa y feliz. Nadie apresura sus pasos, ni lanza la voz, ni pierde la mirada escrutadora en un quisco o en una tienda de moda.

Cardos borriqueros, cardos verdes, secos. Cardos, espinos, salvias, espliegos, retamas, majuelos…Cuántas plantas que se sustentan con el beso del sol  y la caricia del viento. El agua se busca, en una búsqueda de vida a muerte. El agua. El sendero, el valle, las tierras…todo gris y pardo. Pero hay humedad porque brotan y crecen plantas.

Aves cantoras, palomas, mirlos, grajos, cucos, búhos,…alondras. Antes abundaban las codornices y las perdices. Sigue, la tierra, arenosa en ciertos pagos, es propicia para pequeñas cuevas de roedores.

Ovejas con sus sordas campanas se pierden en los valles y la figura encorvada del pastor dando la orden al can para formar surge como elemento disonante en el amplio espacio yermo.

Eso, un día y otro, verano e invierno. En realidad sólo hay dos estaciones: la del frío, larga, y la breve del calor. Eso es la vida de un pueblo cualquiera de la España interior, de la España esteparia, de la España profunda donde las manecillas del tiempo se han cansado de caminar.

El ruido del tractor y sus afilados dientes dan una nota de vida y de globalización. Estos monstruos de acero y pies de caucho han dejado en el olvido de forma irreversible la figura del bracero, del jornalero, de aquel hombre de mirado oculta que apenas podía llevar a su numerosa prole el alimento diario, el blanco pan. Familias tan numerosos que parecían equipos de fútbol con reservas incluidos. Casas con dos, tres o cuatro huecos…

Esa era la realidad, la forma de vida más común antes del «progreso». Ahora con el «progreso», las viviendas son más amplias, cierto; pero han cambiado los moradores: polillas, arañas, y cualquier otro tipo de insectos invaden los rincones de cada habitación no ausente de humedad. Los pueblos, la mayoría del año son fantasmas colgados de los nubarrones del «progreso» y del abandono.

El verano es distinto. El cielo está más próximo y el azul los envuelve en su infinitud. Todos, vienen un día, dos, un mes. Vienen a regar sus raíces y recordar a sus muertos. Quieren seguir enganchados a su historia, a su porqué.

Hoy, ayer, mañana. Cualquier  día el reloj de la iglesia y de la casa consistorial despiertan la somnolencia con llamada duplicada en las horas, las medias y los cuartos.

Las tres, ellos, al bar. Ellas, en casa.

La comida hecha, la mesa puesta. Ya con la cuchara en la mano intercambio de gestos más que de palabras. Hay que ahorrar saliva, no llueve. Es rápido. No piensa en el cariño y el tiempo que costó su preparación.

Los platos en la mesa ya usados. Un portazo en la puerta por despedida. El bar, espera. Si llegas tarde, no hay partida.

Los platos son la sobremesa y la partida de ella. Siempre pierde, para qué pujar.

Así lo vivimos de niños. De mayores, lo practicamos y, ahora sigue la ruleta dando la misma vuelta.

Él, en casa, lo justo: comer, dormir y…El resto del día en el campo antes; ahora, en la bodega y en el bar. Hay partida. A veces, se forma muy pronto y llegar tarde supone mirar como un tonto las jugadas de los madrugadores.

Ellos al bar; ellas a recoger la mesa, lavar los platos, antes. Ahora, ver la novela y la silla o el sofá por compañeras de partida.

Ellas en casa, manos ágiles, imaginación despierta. Ellos, al bar, siempre con la mesa puesta.