La jornada de las tejas

OPINIÓN

03 oct 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Hacia las 11 de la mañana del domingo 1 de octubre, mientras veía las cadenas de información de varios países y seguía las noticias en los periódicos por Internet, se me vino de inmediato a la cabeza la jornada de las tejas de Grenoble, del 7 de junio de 1788. La Policía Nacional y la Guardia Civil habían intervenido, según el ministro Zoido, en unos 70 colegios de los más de 2000 que habían abierto en toda Cataluña. Tras requisar algunas urnas y papeletas, habían tenido que retirarse, casi en desbandada. Los colegios volvían a abrir. Finalmente, no llegaron a 400 los que de una u otra manera fueron intervenidos. En las televisiones se podía ver votar a Puigdemont, Junqueras, Gabriel y Forcadell. Euronews retransmitió las votaciones, con apariencia de normalidad, durante toda la mañana. Las fotografías de la policía confiscando urnas y cargando y de las ancianas ensangrentadas dieron la vuelta al mundo. También las de los ciudadanos con las manos levantadas o llevando flores ante los antidisturbios. Quizá lo más significativo fue el vídeo de los vecinos de Montoroig expulsando del pueblo a la Guardia Civil.

En 1788, el ejército francés disparó contra la multitud, pero esta no cedió y tuvo que retirarse de la ciudad. Frente a la decisión de miles de personas, ni 12.000 policías podrían mantener cerrados todos los colegios electorales de Cataluña, los retenes que permanecerían en cada uno serían demasiado pequeños para hacer frente a la gente. La única forma de lograrlo habría sido con una violencia extrema, prolongada durante todo el día, que generalizase el terror, las consecuencias hubieran sido también terribles. A las 12:30, los ciudadanos hacían largas colas para votar en Barcelona.

El resultado no es fiable. Nunca se sabrá cuánta gente habría ido a votar en condiciones de normalidad, pero las encuestas dicen que quería hacerlo más del 80% de los catalanes, que en esas condiciones lo hayan hecho más de dos millones es algo que debe ser tenido en cuenta, incluso aunque realmente hayan sido algunos menos. Los periódicos madrileños estaban felices porque unos centenares de personas se habían manifestado, sin que nadie los molestase, el sábado en la plaza de Sant Jaume a favor de la unidad de España, de los millones que deseaban votar mejor no hablar. No hay mayor ciego que el que no quiere ver y cerrando los ojos no puede afrontarse la realidad, que puede ser desagradable, pero existe, y es innegable que los nacionalistas catalanes han ganado abrumadoramente el 1 de octubre.

Han ganado porque, a pesar de la rotunda promesa de Rajoy, el referéndum se celebró. Han ganado porque la violencia y que votar se convirtiese en un acto de rebeldía han acrecentado el apoyo a la independencia. Han ganado también la batalla de la opinión pública internacional.

La jornada catalana no es, como la del Delfinado francés, el prólogo de una revolución española, salvo en Euskadi y Galicia las reivindicaciones nacionalistas encuentran poco apoyo, pero sus consecuencias van a ser importantes. En lo que sí se parece Rajoy a Luis XVI es en su talento para fortalecer a los rebeldes amagando con una represión que no se atreve a culminar y su incapacidad para seguir el camino de las reformas que podrían disminuir el apoyo social a los más radicales.

La estrategia de Junts pel Sí y la CUP es provocar al Estado para conseguir la mayoría que hasta ahora no tenían. Si se aceptan como válidos los resultados del referéndum, a pesar de la falta de garantías, el voto por la independencia no llegó al 40% del censo. Declararla en esas condiciones sería solo una provocación, que no podría tener más efectos prácticos que una suspensión de la autonomía. El problema es que, tarde o temprano, deberían convocarse nuevas elecciones y, tal como están las cosas, no parece probable que, a pesar del entusiasmo de la señora Arrimadas, el voto independentista vaya a disminuir, más bien sería previsible que aumentase. ¿Qué pasaría si los partidarios de la independencia logran una nueva mayoría en el parlament, pero con más del 50% de los sufragios?

Nunca tendría que haberse llegado a esta situación, pero se ha llegado. Sin duda los políticos que nos han correspondido, en Madrid y en Barcelona, han contribuido notablemente a ello. Parece difícil encontrar tanta mediocridad reunida. A pesar de eso, hay cosas que evolucionan independientemente de quiénes sean los dirigentes. Era evidente desde hace décadas que en torno a la mitad de los catalanes era nacionalista y que la inmensa mayoría se sentía distinta al resto de España y quería que se le reconociese esa diferencia. Esto por encima de los agravios sobre la financiación de la autonomía o las inversiones del Estado en la comunidad. Cataluña no es Murcia, lo que no significa que los catalanes deban tener privilegios sobre los murcianos, pero sí que podrían tener más autonomía porque lo desean y un reconocimiento de una diferencia lingüística y cultural que no existe en otras comunidades.

Fuera de Cataluña, Euskadi, Galicia y, por razones distintas, Navarra, en España nunca se aceptó de buen grado el federalismo. No solo eso, se rechazan incluso las autonomías. No hay más que ver las polémicas que se organizan ante cualquier diferencia fiscal, incluso nimia, o por tonterías como las vacaciones escolares. A buena parte de los opinadores madrileños se les llena la boca con que España es el país más federal, mientras claman contra cualquier diferencia y se olvidan de EEUU, Suiza o Bélgica, por poner algunos ejemplos.

Se ha alcanzado un punto en el que las soluciones no son fáciles, casi parecen imposibles. Muchos deberían cambiar de actitud y no se ve que tengan intención. Reducir el problema solo a Puigdemont y Rajoy tampoco es acertado. Ojalá se jubilasen, pero el fondo del asunto está en lo que desean millones de catalanes y cómo lo ven millones de castellanos, andaluces y extremeños. Harían falta inteligencia, flexibilidad y buena política, algo que no vemos desde hace décadas. La intransigencia puede conducir, una vez más, al fin de la democracia. Me viene a las mientes una conocida frase, premonitoria, que escribió Bartolomé José Gallardo en 1812: «Yo no he dudado nunca de que triunfaremos de los franceses, pero de nosotros, ¿triunfaremos?»