En defensa de la poesía

OPINIÓN

20 oct 2017 . Actualizado a las 11:51 h.

En su libro Mano invisible, el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2017, Adam Zagajewski (Lvov, 1945), incluye un poema titulado Un gran poeta nos deja, inspirado en su maestro Czeslaw Milosz (Premio Nobel de Literatura en 1980), donde se lamenta de la escasa trascendencia que para el mundo y para la sociedad tiene el hecho de que fallezca un poeta. Lejos queda la célebre elegía de W.H. Auden al irlandés W.B. Yeats: «Las palabras de un hombre muerto / se alteran en el vientre de los vivos». Estamos en 1939, plena combustión europea, cuyos efectos padecerá el propio Zagajewski. En En memoria de W.B. Yeats el lector puede apreciar la dimensión pública de un poeta, hasta incluso la más que probable funesta relación entre su muerte y el destino de Europa. En 2009, año de la publicación de Mano invisible, un poeta puede morir y la vida continúa como si tal cosa: «Realmente nada cambia / en la habitual luz del día / cuando un gran poeta nos deja. / En las coronas de viejos olmos / siguen discutiendo con pasión / los grises gorriones y los delicados estorninos». El espacio y el papel de la poesía en la actualidad han quedado reducidos a la mínima expresión. Como asegura  Zagajewski, el principal enemigo de la poesía es la indiferencia. En buena medida, el aliento de su obra (tanto en verso como en prosa) va dirigido a subsanar ese vacío circundante.

Es el polaco un poeta narrativo, casi prosaico, como advierte Martín López Vega en su prólogo a una antología del autor de Deseo publicada por la editorial Pre-Textos.

Su prosaísmo lo define como un poeta eminentemente descriptivo y visual que se siente a gusto reflejando su estado de ánimo en paisajes y ciudades. No teme construir sin recovecos una sentimentalidad anclada en la memoria y los recuerdos familiares. Instantes de su infancia en Polonia o de su exilio en París pueblan sus versos sin convertirlos en meras estampas nostálgicas. A Zagajewski, sin embargo, la nostalgia le sirve para interpelar al peso de la historia que ha soportado su biografía. En sus poemas se dirime muchas veces una tensión entre lo histórico y lo íntimo, resuelta casi siempre a favor de lo segundo. Víctima del régimen prosoviético instaurado en Polonia tras la Segunda Guerra Mundial, ha hecho de la poesía su militancia, su ideología. Y de muy poco poetas se puede decir algo así.

Su tono narrativo lo convierte en un poeta rítmicamente muy compacto, sin apenas alteraciones. Los lectores no se encontrarán grandes desviaciones de su patrón original. Se podría decir que el conjunto de su obra redunda en una serie de ideas fijas y temas recurrentes (algunos ya los hemos citado), otros son la música, el sentir religioso o la misma escritura.

Tenía muy reciente la lectura de un pequeño libro suyo titulado Releer a Rilke cuando se hizo público el premio. Hacia el final de su breve ensayo, y a propósito del autor de las Elegías de Duino, marca con claridad lo que para él significa pisar un terreno como el poético: «Sabemos que el ámbito fundamental de la poesía es la contemplación, a través de la riqueza del lenguaje, de las realidades humanas y no humanas, en sus divergencias y en sus numerosas coincidencias, trágicas o felices». Aunque de talante mucho menos enfervorizado que Rilke, también se puede considerar a Zagajewski un poeta contemplativo que aprovecha el paso de la vida para levantar acta de aquellos detalles sensibles ser manipulados por el lenguaje. Escribir es poner un contrapunto a lo previsible y a lo esperable pero sin llegar a abusar del énfasis, bajando el volumen a su dicción.

Se acuda al libro que se acuda del polaco, las coordenadas de su poética nos recuerdan constantemente en qué espacio nos movemos.

Entre los sugerentes pasajes que se pueden encontrar en su libro En la belleza ajena hay uno de especial importancia que, a pesar de su extensión, no me resisto a reproducir aquí como colofón de estas notas: «Pero la defensa de la poesía no es la defensa de cierta profesión, de los libros, de las librerías, de los bibliófilos, de los lectores exaltados, de las veladas poéticas ante veinte personas; no es ni siquiera la defensa de los poetas, pues los poetas están tan lejos de la poesía como casi los juristas del derecho o los guías de montaña de las nubes. La defensa de la poesía es la defensa de algo que alienta en el hombre la capacidad fundamental de experimentar el milagro del mundo, de descubrir la divinidad en el cosmos y en otro hombre, en una lagartija y en las hojas de los castaños, de asombrarse y de quedar sumido durante un largo instante en ese asombro. Si esta capacidad se marchita, la especie humana seguirá existiendo, pero empeorada, debilitada, de manera distinta a la que ha existido durante milenios, cuando no había civilización que no pusiera la poesía -en una u otra forma- en el centro mismo de los trabajos humanos».