20 oct 2017 . Actualizado a las 08:25 h.

Como seguramente se habrán dado cuenta, mi nombre de pila es catalán. Mis padres, enamorados de Cataluña y su cultura, decidieron hacerme ese precioso regalo nada más nacer. Tengo siete apellidos gallegos y uno vasco, un nombre catalán y siento un profundo amor y respeto por la historia de España, con sus luces y sus sombras. Además, por mi trabajo me he recorrido medio mundo, he conocido a gente de todas partes y de casi todas las mentalidades. Les explico todo esto para que entiendan que me considero vacunado por completo contra los nacionalismos, contra todos ellos.

Por eso comprenderán la zozobra que me atenaza cuando, a raíz de los recientes acontecimientos en Cataluña, veo como a mi alrededor se extiende una mancha de aceite entre amigos y conocidos, un virus insidioso que afecta incluso a personas que siempre he tenido por pausadas y sensatas y que no deja a casi nadie indemne, ni a los de este lado del Ebro ni a los del otro lado.

Ese virus es un nacionalismo rampante, ya sea catalán o español, que de repente tapona oídos y bloquea cerebros. Que hace que gente inteligente haga afirmaciones que habría firmado gustosamente Slobodan Milosevic hace unos años. Que inunda mis redes sociales y mi teléfono con mensajes despectivos al otro y de ensalzamiento de lo propio, en un concierto de medias verdades, pábulos sin fundamento y un océano de consignas y propaganda.

Repito, esta fiebre está afectando a gente de ambos lados de la enorme grieta que se está abriendo a toda velocidad. Y mientras muchos, ya infectados, se aprestan a envolverse en una bandera y cavar su hueco en la trinchera, los pocos que quedamos en medio nos sentimos desnudos, porque vemos que el país donde crecimos, la nación inclusiva donde las diferentes sensibilidades y nacionalidades podían vivir en armonía, aún con sus roces naturales, está saltando por los aires. Y eso es desgarrador. Quería que mis hijos viviesen en ese país. Si nos comparamos con lo que éramos antes, no nos ha ido nada mal con esa convivencia. Ahora, no sé que es lo que verán. El nacionalismo es un monstruo peligroso, una hidra insidiosa de mil cabezas que hipnotiza a quien sucumbe a ella. Atizada por políticos irresponsables y cortoplacistas (en mi cabeza siempre resonará el «otros sacuden el árbol y nosotros recogemos las nueces» de Arzallus, como epítome de esa mentalidad) estamos dejando que un marco modélico, un espejo donde se miraban las naciones, asombradas por el increíble salto de la dictadura a la democracia de una sociedad joven pero valiente, se esté yendo al garete. Intuyo días oscuros, y espero equivocarme.

Pero sé, que pase lo que pase, yo intentaré por todos los medios que el virus no me infecte, para, al menos, poder conservar la lucidez dentro de la trinchera.