09 nov 2017 . Actualizado a las 20:01 h.

En 1902, el insigne empresario Alfred Krupp era el único votante de primera clase en la localidad de Essen. Por aquel entonces, regía por allí el sistema prusiano de las tres clases, esto es, el censo electoral se dividía en tres clases que respondían a la renta de cada una de ellas. El asunto feo radica en que, independientemente del número de electores que compusiera cada clase, cada una de ellas ponderaba exactamente igual que las dos restantes, así que aquel año de 1902 Alfred Krupp logró la heroicidad de lograr que su voto valiera por más de un 30% del padrón. Su único voto.

Hoy, en las democracias occidentales, todos tenemos derecho al voto. Desde el más tonto hasta el más listo, desde el más bajito al más alto, desde el más rico al más pobre, todos y todas. Y todes. Pero de vez en cuando, algunos no están muy conformes con eso. Como si de algo moderno sin parangón en los libros de Historia se tratase, algunos, conscientemente o no, se quejan de que en las elecciones no gane el partido que a ellos les gusta, y llegan a la conclusión de que votas mal. Sí, votas, porque eres tú el que vota mal, nunca son ellos, siempre el otro. Así, no tardan en poner en duda las capacidades cognitivas de los votantes - los otros votantes - y asegurar que debería haber alguna especie de criba a la hora de votar. Los ultraliberales proponen alguna vez que el derecho al voto dependa del nivel de renta, y los más «progresistas» proponen que la barrera esté en el nivel cultural o académico.

De estas sugerencias cabe extraer varias conclusiones: que algunos creen que los ricos o los que tienen un doctorado jamás se equivocan, o bien que las equivocaciones son más dañinas cuando el que las comete es un pobre pringado sin estudios. Todo el mundo sabe lo bien que le fue a los nativos americanos o a los negros en Estados Unidos cuando el nivel de renta o el número de propiedades era lo que decidía quién podía votar y quién no en algunos estados, lo que dejó fuera de este derecho fundamental a los indeseables de siempre: los pobres. Y qué decir de aquel capricho antinatural de querer votar que tenían las sufragistas.

Hay una gráfica que está moviéndose por las redes sociales estos días que refleja la división existente entre quienes apoyan el independentismo catalán y quienes lo rechazan. No es nada nuevo, al parecer, entre las clases bajas el rechazo al independentismo es mayor. La solución para algunos (afortunadamente sin poder político alguno) parece pasar por limitar el derecho a voto. Otros, presuntos izquierdistas, sugieren que simplemente hay que ser tonto y pobre para no caer rendido a los pies de las fantasías etnicistas en un país con una movilidad social de risa. O llanto, más bien. Lo que viene a ser personas racialmente inferiores, vaya.  Curiosamente, ninguno parece ver un problema en el hecho de que las clases bajas rechacen sus reivindicaciones más allá de señalar el hecho, e ignoren la necesidad de hacerles llegar su mensaje, problema por otro lado exactamente igual que el que presenta Izquierda Unida, ya saben, aquello de Garzón y las clases ilustradas, tan ilustres ellas.

Los que hemos crecido en entornos marginales, sabemos un poco de esto, como sabemos, o sé, que mi experiencia personal en ningún caso es un dato. Pero dado que parece ser que cuando hablamos de según qué cosas priman los sentimientos identitarios de cada uno, espero que no se enfade nadie si digo que cuando el futuro es un pozo profundo y oscuro sobre cuyo borde vamos caminando, la incertidumbre produce un comprensible rechazo. Aunque la incertidumbre la podamos sufrir todos, lo cierto es que las clases bajas saben, porque lo han vivido, que arrojarse por un precipicio incierto puede significar la destrucción total de sus expectativas si las hubiere, que en estos entornos muchas veces todo se reduce a comer mañana, por así decir. Y es que, para que acepten tus ocurrencias, estas deben ser algo más que ocurrencias, deben ser más o menos tangibles, no un a ver qué pasa.

En cualquier caso, la dramática fractura social que se da en Cataluña aderezada por algunos hooligans, y la huída de las clases populares de la izquierda por otro lado, dejan bien claro que aquello de lo malo conocido y lo supuestamente bueno por conocer es más real que nunca. Nadie quiere ser gobernado por quien le ignora y le desprecia, por quien le insulta y le humilla por pertenecer a un sector de la población que indudablemente vive peor. Se puede objetar que quizá están votando a partidos que les perjudican directamente, pero es que al otro lado no parece haber nadie al volante, nadie reivindicando la lucha social más allá de una bandera, nadie ya hablando del mercado laboral, mejoras salariales, sanidad o la educación que falla y sume a los hijos de quienes no tienen estudios en una terrible espiral que sufrirán también los nietos. Si algo está dejando claro el asunto catalán, es que este país mantiene, suave pero firmemente, un profundo clasismo que ha estallado silenciosamente en Cataluña, y hasta para encontrar la solución se recurre al desprecio de los que menos tienen. Sí, la derecha perjudica a los pobres, pero es la derecha, o las derechas, quienes les hablan de tú a tú, mientras algunos se regodean en su torre de marfil orgullosos de lo puros, estupendos y aguerridos luchadores que son. Como si sobrevivir en este país de locos siendo pobre no fuera una lucha brutal. Hay un muro de incomprensión y desprecio entre quienes dicen defender a los humildes y los presuntos defendidos. Los únicos que lo pueden saltar son los defensores, pero eso no da titulares, y lo que es peor, así no te aplauden los tuyos, y correr aventuras es muy emocionante cuando tienes algún dinero. Pero para los que no lo tienen, sufrir el desprecio de una izquierda reaccionaria que le pide que se tire a una piscina sin saber si hay agua dentro es un lujo que no se pueden permitir. Ni ese, ni ningún otro.