La revolución desviada

OPINIÓN

14 nov 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Casi nadie ha querido recordar siquiera este noviembre los diez días que estremecieron el mundo, en parte porque su evocación sigue estremeciendo a algunos, pero, sobre todo, porque se han quedado sin herederos. La revolución de octubre considerada, junto a la francesa, una de las dos verdaderas revoluciones, las únicas que en la historiografía soviética llevaban inseparable el adjetivo de gran, las que habrían marcado el inicio de un nuevo modo de producción, de una etapa en el progreso de la humanidad que repercutiría en todo el globo, se convirtió finalmente en un paréntesis, breve desde el punto de vista del tiempo histórico. Cien años después, Rusia es un país capitalista, con uno de los capitalismos más salvajes y corruptos, y prefiere recuperar una fiesta zarista antes que conmemorar la revolución. Sí, en el Kremlin gobierna un antiguo agente del KGB, pero rodeado de oropeles monárquicos, entre los hisopazos de los popes de una iglesia ortodoxa renacida.

En Asia, el socialismo real se convirtió en capitalismo de estado, los partidos gobernantes que conservan el nombre de comunistas recuerdan más al Movimiento Nacional del franquismo de los años sesenta que al partido de Lenin. También está la sórdida caricatura norcoreana, empeñada en mantener viva la memoria de la miseria del estalinismo. No me olvido de Cuba, anomalía caribeña que recibió solo el influjo tardío del neoestalinismo burocrático. Si siempre fue imposible el socialismo en un solo país, más lo es en un único pequeño país, su esperanza es que lo dejen parecerse a China ¡Qué lejos queda la utopía!

La revolución francesa sí abrió el camino a una nueva etapa de la historia de la humanidad. No solo ella, ya no es una herejía afirmar que no se la podría entender sin la británica de 1688 y la norteamericana de 1774-1787. Irritaron al marxismo más ortodoxo, pero Palmer y Godechot tenían razón al hablar de un proceso revolucionario amplio, desarrollado a ambas orillas del océano Atlántico, que acabó con el sistema tardofeudal del antiguo régimen y estableció los fundamentos de la economía de mercado, la moderna sociedad de clases y los sistemas políticos constitucionales. Francia fue esencial para los cambios que se produjeron en la Europa continental, no solo en la breve etapa radical de la Convención, también con la república moderada del directorio y con Napoleón, pero sin las ideas y los ejemplos que llegaron de las islas Británicas y Norteamérica no puede entenderse nada de lo que sucedió entonces.

Julián Casanova recordaba recientemente que cuando, en 1989, se conmemoró el bicentenario de la revolución francesa fueron muchas las voces que la cuestionaron, tanto desde la historiografía como desde la teoría política. ¿Era necesaria la revolución con la secuela del terror y la guerra civil? No es este el lugar para entrar en ese debate historiográfico, aunque creo que cambios de tal magnitud tenían que producirse necesariamente de forma violenta. Nadie renuncia pacíficamente a los privilegios o al poder absoluto, otra cosa es cómo se desarrollaron los acontecimientos y cómo se comportaron los líderes políticos. En cualquier caso, no se puede olvidar que muy pocos países se libraron de revoluciones y guerras civiles en ese proceso de transformación, ni siquiera los británicos, y que los muy pocos que acabaron reformándose sin ellas sufrieron el influjo napoleónico y lo hicieron en buena medida porque las élites prefirieron cambiar antes que padecer lo que veían a su alrededor.

La Historia es una disciplina que siempre evoluciona muy influida por el presente. Hoy, con el centenario de la revolución rusa, como sucedió con el bicentenario de la francesa, renace el debate sobre la legitimidad de la práctica revolucionaria, no solo en la actualidad, también en el pasado. De la segunda se cuestionan poco las consecuencias, solo el camino que condujo a ellas, de la primera también sus objetivos.

A los historiadores nos cuesta mucho trabajo no mirar al pasado con los ojos del tiempo en que vivimos, es inevitable. Por eso son tan frecuentes los anacronismos y tan grande el riesgo de que el estudio de la historia se convierta en arma política. No influye solo la perspectiva o la ideología del historiador, también los incentivos. La sociedad, o quien tiene poder y dinero en ella, estimula, cuando no impone, determinadas formas de interpretar el pasado. De ahí las modas, desde hace tiempo más importantes que las escuelas historiográficas.

El fracaso del estalinismo se utiliza con demasiada frecuencia para deslegitimar no solo las revoluciones, sino cualquier propuesta política igualitaria que cuestione el sistema triunfante. La historia se convierte en propaganda, algo que antes había sucedido también en sentido contrario, y el objetivo es demostrar la perversidad congénita del socialismo y la maldad de sus dirigentes. Puede parecer que caricaturizo, pero quizá alguno de mis lectores haya visto el documental que el viernes emitió la segunda cadena de TVE, en el que hablaban varios historiadores, todos radicalmente anticomunistas, o leído algunos de los panfletos que recientemente se han publicado. Es curioso que los que han tenido más éxito son los menos eruditos, también es verdad que breves y simples, lo que es una ventaja para llegar al público poco exigente.

Han aparecido también libros interesantes, algunos reeditados porque ya llevaban varios años en el mercado. Tiene aspectos discutibles, pero una de las obras que ofrece mayor interés es la de Orlando Figes, muy crítico con los bolcheviques, incluso podría ser definido como anticomunista, aunque eso podría conducir al equívoco de situarlo injustamente entre los panfletistas, pero que considera que el régimen zarista había convertido la revolución en inevitable.

Reducir un proceso histórico tan complejo a la maquinación de unos cuantos líderes, inteligentes pero perversos, es convertir el estudio del pasado en simple propaganda, recuerda a las publicaciones ultraconservadoras e integristas católicas sobre las revoluciones liberales y el papel maligno de la masonería. Se olvida que la revolución de febrero comenzó de forma espontánea, sin que ningún partido revolucionario la preparase, y que después la corriente bolchevique de la socialdemocracia rusa se convirtió en mayoritaria debido a la continuación de una guerra catastrófica, una gestión económica desastrosa por parte del gobierno provisional y la existencia de tensiones sociales que no se debían a la agitación de quienes ni siquiera tenían capacidad de hacerla en muchas zonas del inmenso país. La revolución pudo seguir otro camino, pero en octubre/noviembre de 1917, como bien plantea Moshe Lewin, el gobierno provisional era inoperante y carecía de autoridad, las alternativas eran un golpe de fuerza de la derecha zarista o un gobierno de la izquierda socialista y eso solo lo deseaban los bolcheviques y los socialrevolucionarios de izquierda.

Otra de las grandes cuestiones que se han planteado es la de si el sistema soviético debía evolucionar inevitablemente hacia el estalinismo. En octubre, Lenin y Trotski no pensaban siquiera establecer de un día para otro un sistema socialista, su objetivo era un régimen de transición, que podría prolongarse en el tiempo. La esperable reacción negativa de la burguesía y los terratenientes y el estallido de la guerra civil complicaron las cosas, pero, cuando la guerra terminó, Lenin, pragmático, impulsó la NEP, la nueva política económica, fomentó la iniciativa privada y ralentizó la construcción del socialismo.

El partido único no era un objetivo de los bolcheviques. En diciembre de 1917 establecieron un gobierno de coalición con los socialistas revolucionarios de izquierda, a los que dieron un importante papel en la policía, la llamada Cheka, y buscaron la colaboración de los mencheviques de izquierda de Martov. El tratado de paz con Alemania rompió la coalición en 1918 y los posteriores atentados contra el embajador alemán en Moscú y contra Lenin condujeron a la represión contra los SR. Los mencheviques, los socialdemócratas moderados, fueron prohibidos y legalizados en varias ocasiones durante la guerra civil.

La guerra y la dificultad para controlar el país radicalizaron la actitud de los bolcheviques contra la oposición, pero no era un plan preconcebido. Según Pierre Broué, Lenin llegó a pensar en legalizar de nuevo a los mencheviques en 1921.

La guerra civil fue brutal, todas lo son. Puede discutirse si más que otras, pero los blancos tampoco eran hermanitas de la caridad, esa fue una de las razones de que perdiesen, a pesar de contar con un apoyo exterior del que carecían los bolcheviques. Es cierto que la dictadura del proletariado, una dictadura de clase, que en El Estado y la Revolución Lenin había esbozado como radicalmente democrática, se convirtió en esos años en una dictadura de partido, pero de un partido muy plural, que por ello permitía espacios de libertad y de discusión política que no tienen nada que ver con lo que luego sucedería en los regímenes estalinistas. El objetivo de Lenin y de Trotski, del partido bolchevique, era establecer una sociedad igualitaria y democrática, el autoritarismo, como la violencia contra las antiguas clases dominantes, debía ser transitorio. El aislamiento de la nueva Rusia socialista, en un mundo radicalmente hostil tras el fracaso de las revoluciones en Europa central, contribuyó a que los bolcheviques cerrasen filas en una actitud defensiva. En cualquier caso, ni Lenin, ni Trotski, ni Kámenev, ni Zinóviev, ni Bujarin y los principales líderes del partido, la inmensa mayoría víctimas posteriores de Stalin, eran psicópatas criminales que disfrutasen asesinando rivales y pretendiesen establecer un sistema totalitario.

A veces las personalidades influyen mucho en la evolución de la historia. Si Lenin hubiese vivido un par de décadas más, el sistema que hubiese establecido no sería la dictadura reaccionaria y criminal que encabezó Stalin. Es difícil saber si se hubiera llegado a una democracia socialista. Los bolcheviques no comprendieron, incluyo en esto a Trotski, cuál era la mejor herencia del liberalismo “burgués” que querían superar: la separación de poderes, sobre todo la independencia judicial, garantía contra la corrupción y el abuso de poder; la libertad y los derechos individuales; la pluralidad de partidos, incluso aunque se excluyese a los burgueses, y el sometimiento periódico de los gobernantes a elecciones libres. Esto último sí lo aceptaron, pero sin los otros requisitos serían elecciones, pero no realmente libres.

La evolución hacia una dictadura personal tras la muerte de Lenin tampoco se puede atribuir solamente a la personalidad de Stalin, son muchos los factores que lo explican, pero Stalin la convirtió en especialmente brutal y sanguinaria. En 1930, cuando el georgiano se había deshecho de sus competidores, había puesto fin a la NEP y comenzado la colectivización forzosa del campo, la revolución, traicionada, diría Trotski, había dado un giro radical.

Stalin acabó moral e ideológicamente con el comunismo, pero los historiadores rigurosos lo que deben preguntarse es por qué el movimiento sobrevivió durante décadas a pesar de la miseria moral e intelectual del estalinismo. No fue solo por fanatismo o por manipulación por lo que tantos miles de comunistas siguieron luchando en todo el mundo, arriesgando con frecuencia sus vidas por una sociedad más justa, por una igualdad que acabase con la miseria y la explotación. El fracaso del socialismo real los conducía inevitablemente a la derrota, pero si tenían fuerza era porque los males que combatían eran también demasiado reales.