La reforma constitucional y la política

OPINIÓN

Zipi | Efe

23 nov 2017 . Actualizado a las 08:05 h.

Si el problema de las constituciones consistiese en su perfecta redacción, en la congruencia técnica y jurídica de su articulado y en la modernidad comparada de sus derechos y garantías, habría talleres para fabricarlas, responderían a todos los gustos, y se venderían en las librerías con un Quijote de regalo. La tentación de las constituciones técnicamente impecables siempre estuvo presente en la historia de las democracias, y son numerosos los casos de países que optaron por plagiar una constitución exitosa, o por encargarle a un consulting la mejor constitución de las posibles.

En las democracias avanzadas también resurge con frecuencia la idea de que las constituciones fallan porque no están bien hechas o actualizadas o porque los políticos manosean sin pudor la obra de los expertos. Y cada vez que una democracia entra en crisis, nunca faltan los gabinetes o asociaciones de expertos dispuestos a explicarle a los pobres políticos cómo se redacta una buena constitución.

Pero las constituciones no se hacen así. Esos documentos nunca surgen de las élites para que el pueblo se los enfunde como una chaqueta, sino que emergen de la realidad del Estado -su gente, su historia, sus manías y también sus tradiciones, sus problemas económicos y estructurales, sus religiones, sus lenguas, sus culturas y sus mitos y contradicciones-, para conformar un acuerdo básico, siempre de mínimos, que asiente la convivencia participada de ideas e intereses antagónicos. Tal es la razón por la que todas las constituciones están cosidas de imperfecciones e incongruencias funcionales, y por la que las constituciones teóricamente imperfectas son mejores que las teóricamente perfectas.

La Constitución española aprobada en 1978 es uno de esos textos que, conformado como un dechado de teóricas e imperfecciones -inteligentes, realistas y consensuadas-, funcionó de maravilla durante los últimos 40 años. Y tan buen resultado dio que, aún hoy, no existe ningún embrollo esencial que no pueda resolverse con esta Constitución. El problema es que, frente a su consenso leal e inteligente, hemos construido una sociedad fragmentada, populista, cabreada y absolutamente descreída en lo que hace referencia a la espléndida realidad de este país. Y con esos mimbres no solo no hay Constitución que funcione -como se empieza a ver en Alemania y otros países-, sino que es imposible darle contenido real a ese impotente y utópico desiderátum que surge, en medio de la crisis, bajo el señuelo de una reforma constitucional gaseosa, carente de consensos generales y particulares, y que solo sirve de arma arrojadiza para una refriega política ajena a los consensos constituyentes.

Lo que necesitamos hoy no es reformar -¡xa!- la Constitución, sino restaurar el sentido y la identidad de nuestra comunidad política, sus valores y sus consensos. Lo demás, dice el Evangelio, «se nos ha de dar por añadidura».