En Bruselas, una religión

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

FRANCOIS LENOIR | reuters

08 dic 2017 . Actualizado a las 10:06 h.

Posiblemente no haya en Europa un gobernante con peores resultados de gestión. Hizo que su país pasase de ser un motor de la economía a presentar los peores datos de su entorno. Su menosprecio de las leyes creó un clima de tal inseguridad jurídica que miles de empresas tuvieron que abandonar su territorio. Su Administración quedó al borde de la quiebra, con un endeudamiento de 56.000 millones de euros y un déficit que superó el 4 por 100 cada uno de los años de su mandato. Una de sus principales industrias, la turística, perdió su atractivo y el descenso de viajes y reservas hoteleras resultó espectacular. Y la estructura social sufrió tal quebranto, que las familias terminaron por no hablar de política para mantener la concordia y la unidad. Ese gobernante es hoy un fugado de la Justicia y desde su lugar de destino hace todos los días alguna proclama distinguida por su demagogia, su falsificación del relato y una buena dosis de rencor. Si usted cuenta esta historia en cualquier lugar del mundo, su interlocutor pensará que está hablando de un Nicolás Maduro sin presos políticos. Pensará incluso que el fugado fue expulsado de su país por la ira de los ciudadanos que no resistieron la demolición de su bienestar y del buen nombre de su país. Y usted tendrá que explicarle que todo lo contrario: que en el lugar de acogida encontró amplísimo eco informativo y que un día 45.000 de los ciudadanos que tan penosamente administró recorrieron más de 1.300 kilómetros en coche, contrataron decenas de vuelos chárter o se metieron nueve horas en un tren para estar con él y arroparle para que vuelva a ser presidente, aunque sea en el exilio. Con un agravante: su huida había sido un acto de cobardía para no terminar en la cárcel como terminaron sus ministros. Y después de esa exposición, trate usted de explicar ese fenómeno a su interlocutor sin que parezca que le está contando un cuento. Trate usted de que entienda que ese gobernante, que perdía votos a chorros cuando estaba en el poder, volvió a recuperarlos, según todas las encuestas.

Trate de convencerle de que ese fugado podría ser proclamado presidente después de las próximas elecciones. Pero muéstrele como prueba las imágenes de la manifestación de Bruselas que hoy están en los periódicos. Su interlocutor se tendría que rendir a la evidencia. Y si ese interlocutor fuese quien escribe estas líneas, le diría: lo que me acaba de contar, señor mío, no es un fenómeno solamente político; es un fenómeno religioso. La independencia es una religión. Ningún político debiera comentarla con el menosprecio que hemos visto estos días. La religión crea fanáticos. Las guerras más cruentas se hicieron en nombre de alguna religión.