De cómo Cataluña dilapidó su imagen

OPINIÓN

Alberto Estévez | efe

11 dic 2017 . Actualizado a las 08:55 h.

Este mundo es un museo atiborrado de ruinas de imperios, ciudades, culturas y edificios que la incuria, la violencia, la naturaleza o el tiempo se llevaron por delante. Egipcios, babilonios, persas, mongoles, otomanos, griegos, mayas y aztecas se han ido por el foro convertidos en pura arqueología. De imperios más recientes -español, francés, portugués, británico, alemán, austrohúngaro-, solo quedan hibernadas nostalgias. Ciudades que fueron capitales del mundo son hoy focos de violencia y miseria. E incluso la Roma de los césares, cuya eternidad cantara Ovidio en optimistas pirriquios y espondeos, mantuvo su centralidad gracias a la Iglesia, que la convirtió en la inabarcable ciudad renacentista y barroca que alberga, a modo de cicatrices, las glorias del Imperio. La literatura castellana está llena de cantos a las ruinas y vanidades de ciudades y civilizaciones que son hoy «campos de soledad, mustio collado». Ciudades grandiosas como Sevilla, Córdoba y Toledo cedieron sus cetros -¡antonte!- a rudos villorrios como Madrid y Barcelona. Y el recuerdo de los últimos años nos habla de una Europa imperialista y adicta a la guerra total, admiradora de máquinas de matar como la Grand Armée o la Wermacht, que acabó negando sus glorias y transformando sus ejércitos en fuerzas pacificadoras. «Todo pasa y nada queda», diría Machado. Menos la Cataluña nacionalista (un siglo y medio), que cree, y a todos nos hizo creer, que la condición de zona industrial, ejemplo de modernidad y riqueza, y estructurada entorno a una ciudad que disfruta de excelente imagen, es inmutable. Cree que, cuando sobre ella se abaten los mismos errores, incurias y orgullos que fueron dando su turno a otros países y ciudades del mundo, todos tenemos el deber -como si hablase el alcalde de Móstoles- de «acudir a salvarla», de reponer sus glorias -habla ahora Zapatero- «nos cueste lo que nos cueste», y de asumir que es imposible que otras ciudades aspiren a ocupar la posición que Barcelona está perdiendo -habla ahora Celso Emilio- «porque si, porque me gusta; porque me peta e quero e dáme a gaña».

Pero yo creo que Cataluña, tras treinta años de denodados esfuerzos, logró herir de muerte la excelente imagen que todos los españoles, y medio mundo, teníamos de ella, y que los oropeles desdorados no volverán a brillar como antes. Creo que su barullo social y su inestabilidad jurídica van para largo, y que una temeraria división entre capuletos y montescos va a protegerlos -como un impermeable- contra las nubes de agua bendita que caían sobre sus hipervaloradas cabezas.

También creo que España recompondrá sus equilibrios económicos y estructurales sobre Valencia, Madrid, Sevilla y, si no vuelve a las andadas, Bilbao. Y creo, finalmente, que la culpa no la tiene «el resto de España». Porque ellos solitos se bastan para invocar su decadencia.