Asturias, menos global

OPINIÓN

19 dic 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Aunque los vientos de la globalización se hayan transformado, en algunos lugares y para sus múltiples víctimas, en verdaderas tempestades, y pese a que los aspectos negativos del proceso se agudizan, es difícil pensar en resistencias consistentes al fenómeno de integración económica y cultural que no se conviertan en pesadillas. La dicotomía entre patriotas y mundialistas, imperfecta -amén de peligrosa- para entender las luchas de nuestro tiempo, pero de éxito entre los creadores de opinión, nos muestra enarbolando la bandera antiglobal del interés y la soberanía nacional a populismos y autoritarismos de distinto pelaje, con perniciosos efectos sobre la convivencia y la estabilidad y, además, con discutible éxito económico (quien, por ejemplo, piense que la buena tendencia económica de EEUU es fruto de los escasos 11 meses de gobierno de Trump, simplemente desea ser engañado). Entre los que se niegan a refugiarse en barreras, proteccionismos e identidades excluyentes, tampoco se encuentra nadie -o casi nadie- que no sea consciente de los incontrolables efectos que la globalización y del impacto sobre sus perdedores. Gobernar el proceso de manera razonablemente eficaz, multilateral, controlada bajo el imperio de la legalidad internacional y bajo valores éticos reconocibles, sigue siendo el reto de nuestro tiempo.

Asturias, obviamente, no se libra del impacto mundializador ni es ajena tampoco a los riesgos y oportunidades que presenta. Que las mejores empresas asturianas exporten sus productos y tecnología o celebren contratos en las cuatro esquinas del planeta; que las generaciones más jóvenes tengan una comprensión de su entorno en clave universal y plurilingüe, en disposición de vivirlo sin pensar en las fronteras; o que podamos estar conectados a las grandes tendencias culturales de nuestro tiempo (y no sólo las que impone el mercado), son muestra del proceso globalizador y de su incidencia en nuestra realidad, también la más cercana. Evidentemente, también lo es la crisis del sector industrial que convierte a los trabajadores del sector en especie en extinción, la permanente reconversión a la que están repetidamente abocados sectores tradicionales de nuestra economía, los efectos del cambio climático que ya podemos constatar, o esa inquietante sensación de apenas flotar en una chalana a merced de la mar montañosa de la economía financiera mundial y sus corrientes especulativas.

La novedad, quizás, reside en la actitud con la que afrontamos este escenario, en una tierra donde la retórica de la resistencia ha sido parte de nuestros signos distintivos en las últimas décadas, pero donde rezuma la melancolía de ver un mundo extinguirse, al que nos aferramos, que idealizamos o, un poco forzados por el esfuerzo de convertirnos en pintorescos, transformamos en materia narrativa para parques temáticos. Los tenues intentos (singularmente en los años previos a la crisis iniciada en 2008) de insuflar confianza en las ventajas y alternativas de la adecuada inserción en las corrientes globalizadoras, se han desvanecido en Asturias. A cada nuevo problema que se plantea o que alcanza una particular entidad, ya ni siquiera oponemos, en la fase de análisis, una actitud de pensamiento global (para actuar localmente, según el adagio), sino que buscamos cómo refugiarnos de lo que, a la larga, parece sin embargo inevitable.

Así, por ejemplo, aunque hagamos bien defendiendo una transición energética suave y que las térmicas abastecidas con carbón cuenten, al menos temporalmente, con un papel en el mix energético, no deberíamos figurarnos un futuro con una concentración de centrales térmicas y de explotaciones del mineral al nivel actual o similar. Pensar que podremos hacer lo mismo en una economía descarbonizada en la que las fuentes de energías renovables y su tecnología (y las que vendrán) serán accesibles y competitivas, es un sinsentido. Nadie dice que no peleemos las contrapartidas ni los apoyos necesarios en el periodo transitorio ni la relativa prolongación de éste mientras evoluciona el mercado energético. Pero centrémonos en el futuro de una vez por todas y superemos las defensas numantinas que acaban en sonoras derrotas y oportunidades perdidas.

Otro ejemplo llamativo es el del Plan Demográfico de Asturias 2017-2027, sin duda necesario para abordar un problema que amenaza el futuro económico y social de nuestra Comunidad, pero que no puede dejar de entenderse en un contexto donde la decisión libre y respetable de muchas mujeres es, sencillamente, no tener hijos. Y que, por otra parte, obvia el simple hecho de que la tendencia global no es precisamente la disminución de la población. Claro que hay que apoyar a quienes quieren tener descendencia, con medidas fiscales, servicios públicos de calidad en el territorio apegados a las necesidades de las familias, medidas de conciliación o políticas de corresponsabilidad en el cuidado de los hijos, pero seguirá siendo inevitable, y va además con el ritmo de los tiempos (y además no debe merecer reproche social a priori) que un número apreciable de personas no contemplen la procreación en su proyecto vital. El hecho de que el planeta afronte -y digámoslo sin ponernos alarmantemente maltusianos- una crisis de superpoblación (7.500 millones de habitantes en la actualidad, siendo la proyección de Naciones Unidas para 2100 de 11.200 millones), ¿acaso no nos concierne en este rincón de la Tierra? ¿No habrá que poner el foco en la atracción de inmigración y el reequilibrio poblacional, más que en la natalidad? ¿No será prioritario centrarnos en ser una región económicamente dinámica y atractiva para el emprendimiento y la actividad productiva, para captar y fijar población? Es cierto que el Plan Demográfico trata también esta cuestión, pero el grueso del discurso es, ante todo, natalista (aunque no el viejo natalismo, al menos), porque quizá resulte menos cómodo asumir que sólo el hipotético flujo inmigratorio, con sus complejidades culturales y sociales, corregirá realmente la tendencia.

En suma, pensamos sobre todo localmente y actuamos también localmente y, esto último, apenas. Vivimos en la falsa convicción de que sigue siendo posible hacerlo así. La cruda realidad, mientras tanto, sigue su curso de tenaz apisonadora.