23 dic 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Se hacen enojosas las expresiones medio cultas que de golpe se ponen de moda y se repiten para dar apariencia de altura a los discursos, como la del «relato». Desde el 1 de octubre se viene repitiendo que los independentistas ganaron la batalla del «relato». Quizá en la siguiente palada de palabras que la RAE meta en el diccionario incorporen esta acepción metafórica. Lo enojoso de estas palabras es que es difícil evitar sumarse al desparrame de su repetición, con el precio de tener que recordar lo que quieren decir para no sumarse a su vaciedad. El relato, políticamente hablando, es una narración coherente de los hechos públicos y de la conducta propia en ellos basada en principios que trasciendan una cosa y la otra. Es decir, el relato es una explicación de lo que ocurrió y de lo que nosotros anduvimos haciendo y diciendo. El relato es como el currículum vitae. No andamos cada día por ahí recitándolo (salvo algún que otro plasta), pero hay que tenerlo siempre listo. Ni puedes llegar a una oferta de trabajo con el currículum a medio hacer, ni te pueden pillar unas elecciones en Cataluña convocadas desde el trono del 155 sin tu relato en regla.

El relato es como los cuchillos y las banderas. Es necesario pero puede cortar. La mejor manera de mentir con desvergüenza es poder ahogar un hecho cualquiera en un relato que lo disuelva como una pequeñez. La coherencia da más verosimilitud que los hechos. Sólo así se puede decir que la expresión M. Rajoy en un papel que habla de dinero robado no es lo que parece. Los relatos en Cataluña incluyeron frases enigmáticas. ¿Qué es eso de mayoría silenciosa? ¿Y qué significa que la gente es más importante que la ley? Supongo que poniendo las palabras «mayoría» y «gente» unos y otros querían dar sabor democrático a su desvarío.

Rajoy tiene un relato complicado. Empezó con dejadez, dejando que el asunto catalán se pudriera. Después metió en los juzgados todo lo que pasaba. El 1 de octubre convirtió a Puigdemont en un político internacional con aquella actuación policial desmedida e innecesaria. Lo del 155 fue siempre discutible, pese al desenfreno patriotero desnortado de los independentistas. Pero lo divertido del 155 no fue que su aplicación. Lo gracioso fue que creyeron que era la solución final y que de golpe todas las Españas eran suyas. Los peperos empezaron a vender banderas nacionales por todas partes henchidos de orgullo patrio. Mequetrefes del tres al cuarto se pavoneaban por los pasillos de las instituciones manchegas o navarras diciendo que están en la mira del 155, que tenían amigos muy arriba. Pobres. Qué dirán esos politicastros de baratillo cuando mañana se rían de ellos. Porque ahora los amigotes del Gobierno se quedaron sin cartuchos. ¿Qué van a hacer ahora con la siguiente bravata de Puigdemont? ¿Le van a aplicar otra vez el 155 y gobernar con la legitimidad de sus cuatro diputados? ¿O va a convocar otra vez elecciones? Rebosaban tanta victoria con el 155 que el PP puso al frente a su garganta más profunda y vozarrón más cavernario, al que limpiaba Badalona, al grito de «a por ellos». España rota por Cataluña, Cataluña rota por dentro, España en evidencia ante el mundo y el PP barrido de Cataluña como un despojo. A ver qué relato construyen con estos materiales.

Puigdemont está feliz de la única manera en que ahora se puede estar feliz en la política catalana: por un día y por las calamidades del contrario. Su relato de perseguido político por los restos franquistas del estado opresor español siempre fue fácil. Con un partido en el Gobierno nacido del franquismo y que no renegó de él, era lógico que no llegara del Gobierno central un discurso nacional y antifranquista más robusto. Puigdemont no tiene que variar su relato, ni ante Europa, ni ante España, ni ante sus mal avenidos socios independentistas. Estará ensayando un «ja soc aquí» de resonancias históricas.

PSOE y Comunes arrastran los vicios de la izquierda con la cuestión nacionalista y a ellos les añade cada uno otros de su cosecha. La izquierda española no es nacionalista, ni falta que hace. La palabra nación y derivados circula en sus discursos como un grupo en la papilla, de esos que hacen toser. Hay dos cosas que no consigo entender. Una es por qué no especifican de una vez lo que es un estado federal, lo proponen y proponen los cambios constitucionales que se requieran, sin hacer caso de las demagogias caciquiles que les lleguen de la derecha y del socialismo rociero. Y la otra es por qué creen que una idea descentralizada del Estado y un respeto a los nacionalismos les obliga a incluir en su ideario alguna viruta de nacionalismo. Una cosa es respetar a los católicos y otra sentirse obligado a ser un poco católico. El nacionalismo, como la religión, es una fe de algunos, con más oscuros que claros en su historia, que la izquierda no tiene que asimilar ni en todo ni en parte. A partir de la mala digestión de conceptos de fe ajenos, los discursos no se hacen moderados ni equidistantes. Se hacen erráticos y confusos. Y la gente, como Bacon, tiende a preferir el error a la confusión.

Esto enlaza con la pretendida moderación de los Comunes y Podemos. Para tener relato, hay que tener un hilo reconocible y, en cada momento, fijar unas prioridades de las que después se pueda responder. Capaldi decía que si la puerta de un despacho está cerrada y se oyen gritos del interior hay un conflicto de principios: el principio de socorrer al que está en peligro choca con el principio de respetar las instalaciones y no andar rompiendo puertas. Pero uno prevalece sobre el otro. En cada momento debemos fijar la prioridad de los principios que son de aplicación y no pretender que en cada momento todos nuestros principios sean reconocibles, como si en cada lance tuviéramos que dejar claro que no somos del Madrid ni del Barça, como decía Errejón. Al final, lo que nos hará reconocibles será la secuencia y su coherencia, el relato. No se puede participar en un referéndum votando nulo, para después poder decir a la vez que el referéndum es un derecho y que el referéndum no valió. La tibieza sólo es indicio de racionalidad cuando es aparente y en realidad no es tibieza sino una firmeza por encima de pulsiones coyunturales. Cuando la tibieza es sólo tibieza, es falta de discurso. Y luego no hay relato posible.

El PSOE dijo que iba a pedir la reprobación de la Vicepresidenta por el desaguisado del 1 de octubre. Luego, abrumados por la desmesura independentista y por el qué dirán, retiran la iniciativa. Y ahora llega el momento del relato. Ahora hubieran podido decir cómodamente que el asunto catalán se hizo internacional el 1 de octubre y que, en nombre de España, ellos reprobaron a la responsable de ejecutar aquel sinsentido. Y que a la vez apoyaron al Gobierno en el 155. Y que quieren un Estado Federal. Eso da para un relato. Ese empacho de sentido de estado que le da al PSOE cada poco lo deja tan sin relato como al resto de la socialdemocracia europea.

C’s tiene un relato claro, pero que le costará mantener. Vende unidad nacional y diálogo. A ver cómo conjuga esas dos cosas en Cataluña ahora. De todas formas, su victoria es un síntoma de cómo están las cosas. Triunfaron las posturas más excluyentes, los que sólo quieren la república y los que de españolistas se pasan a más españolazos que nadie.

Y perdemos todos. Algunas cifras van saliendo. Resulta que el gasto social en los países intervenidos por la troika, Grecia y Portugal, es porcentualmente mayor que en España. Resulta que España se salvó del rescate, porque nuestros gobernantes fueron más inmisericordes y más injustos. La desgracia es que el enredo catalán no nos deja centrar la atención en lo que está pasando de verdad.