Autopistas y rescates

Mariluz Ferreiro A MI BOLA

OPINIÓN

Raquel Manzanares | EFE

09 ene 2018 . Actualizado a las 08:10 h.

Hay concesionarias de autopista que son como la banca del Bellagio, en Las Vegas. Siempre ganan. Aplican en el día a día aquella máxima de privatizar los beneficios y socializar las pérdidas. Si quiebra uno de los negocios, me rescatan con dinero público y amputamos el miembro gangrenado; si hay que ampliar un puente, le meto un rejonazo al cliente en el peaje; si corto un carril por obras y los clientes circulan a velocidad de una comarcal no hago descuento; si se me colapsa la vía por una nevada más que anunciada, llamo a la Unidad Militar de Emergencias. Pero nunca, en ningún caso, dejo de cobrar. Eso que vaya por delante. Por detrás, el usuario. Es un negocio único. Para apreciar su singularidad, basta con trasladar situaciones similares a otros. Si alguien paga para llevarse un kilo de percebes y le colocan medio de panga, se monta el pollo. Si una tienda va mal porque el dueño invirtió su buen dinero pero exageró calculando las posibles ganancias no viene el Ministerio de Fomento a salvar los muebles. Es curioso que aquellos que recriminan a los conductores españoles su imprudencia por haberse lanzado a la aventura durante un temporal de nieve formen parte de un Gobierno que parece asumir los costes de temeridades bastante mayores, como las autopistas radiales de Madrid. 

En su puesta en escena dominical, Gregorio Serrano, director general de Tráfico, dio a entender que había pasado la noche en vela en Madrid, en el centro de operaciones de la crisis, al pie del cañón, sin desfallecer un instante. No es que lo afirmara de forma explícita, pero lo deslizó en sus explicaciones. Pensar en Serrano era como imaginarse en acción a Steve McCroskey, el supervisor de la torre de control de Aterriza como puedas. Mal día para dejar de fumar. O quizás actuara como Tommy Lee Jones en El fugitivo: «Lo que quiero de todos y cada uno de ustedes es que busquen en cada gasolinera, residencia, almacén, granja, gallinero, letrina y caseta de perro». Fue más tarde cuando Serrano matizó que estuvo «a cargo de todo», pero en el despacho de su casa, en Sevilla. Recurriendo al teletrabajo, seguramente para evitar los imprevistos en carretera. Asegurando que su ubicación física era totalmente irrelevante. Y añadiendo que no piensa dejar el cargo. Al final, en estas digestiones pesadas de las malas gestiones políticas siempre queda el bálsamo del humor. Como dicen algunos: «Pues si no dimite Serrano tendrán que dimitir los conductores».

Aquellos que recriminan a los conductores su imprudencia forman parte de un Gobierno que asume los costes de temeridades mayores