Un ambiente tóxico

OPINIÓN

19 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace un tiempo, fui a la presentación de un libro en una librería de esas modernas, que lo mismo te encuentras en una estantería un libro del último sopor en boga que una maceta con un geranio. Acababa de salir de trabajar, y mi trabajo tiene una peculiaridad: bajo luz negra, o luz ultravioleta, que viene a ser lo mismo, esto es, aquella se que produce en una longitud de onda de unos 4000 ångströms, mis manos tienen manchas fluorescentes de color verde. Esto es así hasta que llego a casa y las limpio concienzudamente. Hace años, era un temor recurrente ir a algún garito de noche y descubrir mi mano rodeando un vaso de vidrio y luciendo esa especie de lepra de ciencia ficción. Aquella tarde, me senté pacientemente a esperar al escritor y compañía y no pude evitar que los ojos se me fueran a las manos. Por experiencia, he aprendido a distinguir sin luz negra dónde están las dichosas ronchas de mis manos, y no podía dejar de pensar que quizá se me notaba más a la luz de la tarde de lo que pensaba. Al rato, empezaron a entrar personas en el establecimiento y se fueron sentando a mi alrededor mientras yo escondía un poco mis manos con disimulo.

Debía tener un aspecto de mil demonios, cansado y dolorido, con mi andrajosa chaqueta con chapas de Motörhead que sabe dios cuándo compré en una tienda de discos de Santiago de Compostela. Y ellos iban bien, para la ocasión, que allí se iba a hablar de un libro muy moderno, muy así de conversar sobre él en tu gastrobar más cercano. Sombreros bonitos, ropa bonita, engañosos aspectos de descuido de postal de peluquería. La presentación empezó, y todos nos pusimos a hacer como que nos interesaba mucho. Había leído el libro la semana anterior y esperaba que aclararan algún aspecto de él. Pero estas cosas que pasan, al rato vi como algunas personas ponían sus ojos en mí. No era algo realmente descarado, pero sí lo suficientemente intenso como para hacer que me sintiera incómodo, que encogiera las manos. Comprendí que, aunque solo fuera de vista, más o menos se conocían todos, profesionales de las presentaciones de libros, y, efectivamente, yo era un intruso.

Me he sentido así en varias presentaciones de libros. Por razones que no vienen al caso, me gustan los libros, digamos, extremos: drogas, alcohol, violencia, rock and roll, todo eso. Y hay todo un mercado en el mundo editorial dedicado a la sordidez, y muchas veces, algunos, no entiendo muy bien la razón, ven en ello algo transgresor, cuando lo cierto es que no es mucho más transgresor que fumar a escondidas de tu madre cuando tienes quince años. Pero me gustan esos libros, algunos de una belleza formal apabullante, porque mi vida ha sido un poco extrema, aunque la miro con cierto escepticismo que espero me distancie de intentar hacer ver que mi peripecia vital es arte.

No sé si esto tiene algo que ver con aquello de la hipsterización de la cultura que dicen, pero en cierto modo, en esas presentaciones, veo un abismo entre público y yo. Porque en realidad he pasado por el infierno alguna vez, y probablemente ellos no. Un infierno económico, de alcohol, de barrio marginal. He visto algunas de las historias que narran esos libros con mis propios ojos cuando era un niño, no sé, las borracheras y otras adicciones del hijo de William Burroughs, por ejemplo. Tal vez yo también miro a quienes me rodean en esa situación como personas extrañas, pero lo cierto es que el intruso soy yo. Soy un trabajdor sin estudios, soy el que sale en el libro, o uno parecido. El que tiene las manos sucias como un monstruo de serie Z. El habitante de Tromaville.

No es agradable que intuyan que no eres de los suyos. Que realmente eres pobre y en el pasado lo fuiste más, que no frecuentas gastrobares ni comes pan en una bandeja de pizarra. Esa sensación no la he tenido nunca, por ejemplo, en eventos de divulgación científica. Allí la gente es más abierta, y se alegra de verte. No les importa mucho de dónde vienes ni a dónde vas, solo que te interese lo que están contando. Ignoro qué hace que los eventos "culturales" (aunque un evento de divulgación científica también lo es) tengan ese aura de elitismo. Me gusta ir a esos eventos, pero no suelo hacerlo porque al final salgo de allí apresuradamente antes de que alguien pregunte. No me avergüenzo de nada, entiéndanme, es que no es plato de gusto para nadie andar así.

Y así me vuelvo a casa algo confuso, pensando en lo que escribo, en lo que escribí y tal vez en lo que escribiré, y en ese abismo que nos separa, el de los que nos ven como un extraño pero se congratulan de saber de nosotros así, negro sobre blanco. El abismo no solo yace entre mi falta de educación académica y mi cuenta corriente y las suyas, entre mi trabajo y el suyo. También yace en lo que hemos vivido, y aunque a través de la literatura uno pueda vivir parcialmente la vida de otro, en el fondo siente un alivio inmenso al saber que a él no le ha tocado la china, y que puede ir a un evento modernito sin ronchas en las manos ni un pasado turbador que te perseguirá hasta que se te acabe el aire para siempre, pero yo no sé si siento algún alivio al saber que no viviré sus vidas, sus trabajos limpios, sus cuentas corrientes.