Habanos en el ascensor

OPINIÓN

25 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

El ascensor de mi casa huele a puro. Los fuma mi vecino. Es un señor mayor que fuma donde quiere y porque puede. Habanos en el ascensor. Cada vez que subo en ese ascensor huelo la felicidad. Huele a Papá.

Mi infancia es una casa de fumadores, de unos padre que encendían un Winston antes de desayunar. En casa dejaron de fumar cuando el cáncer les obligó, no hubo fuerza ni voluntad: sino necesidad. Y mi casa no es la única, así pasó en muchas. Dejan de fumar cuando la muerte asoma la patita.

Cuando se fumaba en mi casa todos éramos felices. Mis padres eran jóvenes y yo era un niño. Mi casa olía a tabaco, a humo, a vino y risas.

Pasan los años. Mi madre se murió y mi padre ya no fuma. El pobre se consuela fumando puros. Se consuela mientras vuelvo a la niñez. El olor de un buen habano sabe a juventud, a una tarde de fútbol, a partidas de continental, a Juan Carlos Ferrero ganando una Davis. Es volver a una patria: un prado con flores, un partido de fútbol con jerséis, un beso de la madre.

Pues hoy, cuando subí en ese ascensor, me acorde de esto. Saboreé el ambiente, el humo sobrante, y me entraron ganas de llorar. Acto seguido llame a mi padre. Y le pregunté una gilipollez, porque sólo quería escuchar su voz. En realidad, quería darle un beso; y las gracias.

Nunca he fumado en mi vida, he hecho mis pinitos con los porros, pero no hice más que atragantarme: no sirvo para ser un bohemio, escribir poesía y fumar. Pues eso, yo que no fumo, estos días que se mira tan mal a los fumadores, he decidido hacerme fumador de puros. Ganamos en el ascensor.