La epifanía de la nieve

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

11 feb 2018 . Actualizado a las 09:45 h.

Hay una escena en La montaña mágica de Thomas Mann en la que el protagonista, que se ha perdido en las montañas de Suiza durante una tormenta de nieve, en vez de temer por su vida se queda mirando cómo caen los copos en la manga de su abrigo. Creo que es la mejor descripción que he leído de la epifanía que nos inspira la nieve cada vez que visita el mundo, como ha sucedido estos días. Yo, pensando que el pequeño Martín tardaría en conocerla, le había comprado estas Navidades una «bola de nieve», una de esas esferas que tienen una nevada dentro y que antes se hacían de cristal y ahora son de plástico. Pero, afortunadamente, no hizo falta. Esta semana, a través de la ventana de nuestra casa en Madrid, vio nevar por primera vez. Y yo también, porque cuando cae la nieve parece siempre que es por primera vez.

Hay algo adánico, inocente y primigenio en la nieve, como un atisbo de la glaciación o un recuerdo atávico de la prehistoria. Quiero pensar que es por eso por lo que las televisiones hacen esas coberturas desmesuradas cada vez que hay una nevada, colocando reporteros en los puertos de montaña para que se caigan o les tiren bolas de nieve los niños de los pueblos. Salvo una catástrofe, nada en la naturaleza merece tanta atención. Pienso que es el silencio, y es la luz. El silencio tiene una causa científica -la nieve absorbe el sonido- pero el efecto es mágico. Es, como decía Unamuno, la nieve callada, blanca y leve, que cae como el olvido, copo a copo. En cuanto a la luz, a veces es el marengo de las densas nubes de nevada, difusa como la de un cuadro puntillista. Es como yo imagino que debió de ser la luz hace dos mil millones de años, cuando el sol era aún débil. Otras veces es una luz sepia, como de fotografía antigua. Las sombras sobre la nieve se hacen leves, casi transparentes. Monet, a quien obsesionaban, dedicó años a intentar representarlas. El resultado es que las nevadas se manifiestan en forma de una perfecta escala de grises, como un boceto a lápiz de Durero.

El primer paisaje de la pintura europea fue un paisaje nevado -lo pintó Brueghel el Viejo- y en la poesía japonesa clásica la nieve es uno de los tres temas canónicos, donde se la compara repetidamente con la blanca flor del ciruelo. A veces es un símbolo de desolación, como en Dante o en Mary Shelley. Otras veces es un símbolo de redención, como en País de nieve de Kawabata. Como suele suceder con las metáforas, todas contienen un mechón de la verdad. Quizás sea eso, al final, lo que nos atrae de la nieve: el eco lejano del tiempo en que nos dejaba desprotegidos al límite de la subsistencia. Es la felicidad de haber inventado el fuego y sobrevivir a la nevada calentándonos junto a la lumbre, viendo cómo afuera sopla el viento helado y se revuelven los copos como confeti.

T.S. Eliot tiene un verso hermoso y pesimista en el que dice que, al final, todo lo que queda de la vida no es más que ceniza en la manga de un viejo. Yo prefiero creer, en cambio, que es como la nieve en la manga del protagonista de La montaña mágica. En la novela, Hans Castorp, aunque es joven, languidece en un hospital antituberculoso, desahuciado por los médicos. Es entonces cuando contempla el espectáculo de los copos de nieve que caen en su abrigo, la infinidad de minúsculas gotas de agua que al congelarse se unen en una variación simétrica, todas casi iguales, pero todas distintas, y decide ese día vivir con pasión lo que le quede de vida. Porque la nieve es como un folio en blanco. Como si el mundo lo borrase todo antes de ponerse de nuevo a dibujar.