El Mayo del 68, medio siglo después

OPINIÓN

05 mar 2018 . Actualizado a las 08:12 h.

Los movimientos sociales iniciados en París en mayo de 1968 son la constatación más evidente de que «cada un conta a feira como lle foi nela», por lo que todavía hoy resulta imposible hacer un relato consensuado de aquellos hechos. La razón de este desacuerdo es que aquella revolución importada del campus de Berkeley y recriada en el de Nanterre, no fue más que la traca final de una década de cambios, protestas y revoluciones que determinaron el curso del mundo moderno. En los años sesenta, con la televisión de testigo, terminó la revuelta de Argelia y las terribles represiones -el «fascismo exterior» dijo Duverger- que Francia le aplicó. También vimos la guerra de Vietnam, en la que un ejército de guerrilleros derrotó -por primera vez- a Norteamérica. Cuba convirtió la crisis de los misiles en el punto culminante de la Guerra Fría, antes de exportar la revolución del Che a América del Sur -que reaccionó llenándose de dictaduras-, y a África, donde sus efectos hicieron dramática sinergia con el atolondrado proceso de descolonización. En China andaban con la Revolución Cultural y sus cincuenta millones de muertos; y por Camboya se paseaba el Jemer Rojo, dispuesto a liberar al pueblo a base de masacres y hambrunas. Y en Praga entraron los blindados soviéticos para aplastar una primavera que pudo ahorrarle a la URSS veinte años de devastadora agonía.

En Europa occidental -en un período de crecimiento prodigioso, que también alcanzó a España- emergía la UE. Y en los Estados Unidos, donde el decenio se iniciaba con el asesinato de Kennedy y terminaba con el de Luther King, comenzaban a distanciarse de la ortodoxia imperialista y belicista que había dominado y definido el país desde la Segunda Guerra Mundial. Por eso no debe extrañarle a nadie que entre los millones de manifestantes del 68 hubiese facciones, líderes y teóricos de muy distinta condición, que, en el intento de capitalizar para su parroquia aquella ola de indignación, contaron la feria de mil maneras, con miles de objetivos y sin ninguna conclusión.

Para entender algo de aquello, podemos clasificar las crónicas en tres categorías: a) Los folclóricos, muy numerosos, que hacen de todo aquello una fiesta de algarada, fumata y ligoteo en la que las anécdotas se han impuesto a las categorías; b) Los que, como sucedió en Madrid y Barcelona, le dimos a aquella revuelta universal un toque particular -la lucha contra el franquismo y el inicio de la transición-, que prolongó durante ocho años el mismo mayo que en París duró seis meses. Y c), Los que, relativizando el peso que algunos historiadores le atribuyeron a la izquierda radical, exhiben el cambio de la Europa de posguerra -obsesivamente centrada en la reconstrucción, la seguridad, la estabilidad y la paz- hacia una sociedad de bienestar, que empezó guiarse y medirse por el criterio de satisfacción de sus ciudadanos. De Gaulle, un símbolo, cayó en 1969.

Yo -que era estudiante de Filosofía, tenía 19 años, y me sentía un actor solidario de los campus de Berkeley y Nanterre- recuerdo aquellos días con romántica nostalgia, cuando creíamos -candorosos- que Marcuse, Fromm, Bourdieu, Cohn-Bendit, Jon Báez y Bob Dylan iban a alumbrar un mundo nuevo, justo y feliz. Mi criterio -cincuenta años después- es que aquel movimiento, que fue insignificante para los inmensos segundo y tercer mundo, fue una revolución que, en medio de la hojarasca folclórica y juvenil, fundó la mentalidad democrática que rigió los países occidentales hasta hoy.

Y ahora una maldad. Anda por ahí un chascarrillo que dice que los mismos que en 1968 hacían barricadas contra el sistema, son la tercera edad que invade las calles de hoy exigiendo el incremento de sus pensiones. De lo que deduzco dos cosas: que el tiempo pasa para todos, y que debajo de cada revolucionario hay un abuelo en potencia que tiene que recoger a sus nietos en la puerta del colegio. Fugit accidens, et manet essentia.