Humanizar el trabajo en la era de la robótica

OPINIÓN

13 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

No alcanzamos a comprender el alcance de la revolución tecnológica en la organización del trabajo, en las relaciones sociales y en la distribución del poder, porque es imposible -salvo para unas pocas inteligencias privilegiadas- mantenerse al corriente de las innovaciones continuas y prefigurar con cierta precisión los cambios que en nuestro tejido social y económico se están gestando. Incluso la propia naturaleza humana, o la idea común que tenemos de ella, está en juego, cuando sobre la mesa se sitúa como opción plausible, más temprano que tarde, la alteración de las capacidades cognitivas y de las habilidades físicas no sólo para corregir las enfermedades o las injusticias del azar genético (lo que será, sin duda, un logro), sino como «extra» a disposición de los bolsillos que se lo puedan permitir o de las prioridades de quienes estén en condiciones de decidir su aplicación. El debate del futuro, no tan lejano, y más allá de la mera especulación teórica, es el de los bioconservadores y los transhumanistas, hasta hace poco pura ciencia ficción. La contradicción y el dilema se suman a tantos otros que, por más añejos que sean, siguen presentes en nuestra vida, lo queramos o no.

El hecho de que muchos trabajos vayan a ser reemplazables por las aplicaciones de la tecnología, la robótica y la inteligencia artificial, otorga proporciones mayúsculas al fenómeno. Y no sólo están en juego la pervivencia de multitud de puestos menos cualificados, porque muchos trabajos intelectuales serán también prescindibles y está por ver que la llamada «destrucción creativa del capitalismo» sea una fuerza capaz de contrarrestar el efecto, mediante los nuevos sectores y oportunidades que surjan. La acumulación de capital y el refuerzo de los oligopolios globales, la inadaptación radical de muchas personas a cambios tan rápidos y profundos, no depararán transiciones tranquilas sino, probablemente, fuertes convulsiones económicas y sociales. La forma de entender la inteligencia humana se medirá no en abstracto sino por la capacidad de adaptarse constantemente a la inteligencia artificial y a las nuevas tecnologías, y por la habilidad y disposición para interactuar con ellas.

En este contexto de revolución productiva, asistimos, en suma, a la modificación del papel nuclear que el trabajo desempeña en la existencia y organización humana. Sin embargo, extraña que, con brillantes salvedades (véase la consecución por el sindicato IG Metall de la jornada laboral de 28 horas en la metalurgia de Baden-Wurtemberg), siga fuera del debate la reducción generalizada del tiempo del trabajo; y que las formas de trabajo y horario flexible se interpreten más como licencia para precarizar, transformando la disponibilidad permanente del trabajador en moderna servidumbre (eso sí, motivada y emprendedora). Por no hablar ya de la posibilidad de contener la intensificación de las desigualdades crecientes por vía de la política fiscal o mediante la participación, siquiera parcial, de los trabajadores en la propiedad de los medios de producción, verdadero anatema de nuestro tiempo. El temor a la exclusión y al desempleo, el enfoque ultracompetitivo asumido como inevitable (y en ocasiones, con aparente gusto, por la vacua concepción del «éxito») por parte de quienes entran en el mercado laboral y el diseño de una educación reglada orientada de manera cada vez más grosera a la faceta productiva (nada de formar ciudadanos y no digamos ya del cultivo de disciplinas no mercantilizadas), aporta las condiciones adecuadas para esa falta de cuestionamiento.

Pese a su relevancia en la conformación de la sociedad del mañana, estos asuntos ocupan escasísimos esfuerzos e inquietudes entre los actores políticos y sociales, con honrosas excepciones. La posibilidad de hacer uso en beneficio común de las innovaciones, compartir los réditos y conjurar los peligros asociados a este proceso, que incrementa la sensación de ausencia de control sobre nuestro propio destino, es el gran reto de nuestro tiempo y debería figurar en la agenda prioritaria de toda organización política o sindical que pretenda defender los derechos de la clase trabajadora.