Policía Cristiana

OPINIÓN

02 may 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Durante el recién pasado Día del Libro me abandoné un buen rato a una suerte de ritual fetichista: hojear y manosear la encuadernación de pellejo de un libro que, en este 2018, cumple cuatrocientos años. Se trata de un ejemplar del Tratado de Republica y Policia Cristiana para Reyes y Principes, y para los que en el gouierno tienen sus vezes, de 1618. Un manual de ética política compuesto por el franciscano fray Juan de Santa María, que atesoro desde hace unos años.

El libro, acaso un trasunto de cuarto poder de la Edad Moderna, se convirtió en un superventas que contribuyó, después de varias reediciones, a la caída del gobierno de turno. La obra es una dura crítica al Duque de Lerma, el noble castellano que ocupó, entre otros, los cargos de primer ministro y valido del rey Felipe III (1598-1621). Un personaje extraordinariamente ambicioso y codicioso que, a pesar de los esfuerzos de Felipe II por alejar a su hijo de las aviesas influencias de este trepa -ya viendo que el vástago no acabaría gobernando, sino gobernado por sus ministros-, llegó finalmente a desplazar a todos los consejeros y a eclipsar al monarca hasta convertirse, de facto, en el español más poderoso de la época. Para conseguirlo, el duque aisló al rey de manera que fuera inaccesible para todo el mundo y todo tuviera que pasar por sus manos.

Cuenta una anécdota que un soldado necesitaba urgentemente hablar con el duque, y cansado de esperar se dirigió al rey. Y este, como era costumbre en palacio, le dijo que «acordara» con el duque, a lo que el soldado contestó: «Si yo pudiera hablar al duque, no viniera yo a Vuestra Majestad».

Y en esa tesitura comenzó el duque a tejer una red clientelar con la que controlar un sistema de gobierno corrupto en el que el nepotismo, los sobornos, el tráfico de influencias y otras fechorías, le hicieron inmensamente rico mientras abría paso a un siglo XVII decadente. Como ejemplo, este precursor de la especulación inmobiliaria de alto standing compró propiedades en su Valladolid natal, seis meses antes de conseguir que el rey trasladase allí la Corte desde Madrid, para vendérselas después al propio rey. Pelotazo King Size.

Y así hasta hoy, cuatro siglos más tarde, la corrupción sigue prodigándose, a falta de tests de psicopatía como requisito para el ejercicio del poder. Desde entonces no hemos avanzado mucho en ética política; una asignatura que ha sido convalidada por la de aparateo, mucho más útil para medrar.

Y es que, para más inri, hoy, la «policía cristiana» del PP está tan ocupada requisando camisetas amarillas y persiguiendo blasfemos por órdenes políticas, que no puede atajar el saqueo perpetrado por nuestro bien por quienes administran nuestros bienes públicos.

Pero en algo sí hemos avanzado desde aquellas intrigas palaciegas: en impunidad. El duque lo intentó; consiguió ser nombrado cardenal por la Iglesia en un presumible último intercambio de favores. «Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España, se viste de colorado», cantaba una coplilla de la época. Pero finalmente fue juzgado por orden de Felipe IV, así como confiscados sus bienes, después de que su propio valido fuera ejecutado en la Plaza Mayor de Madrid, un año antes (1621).

Hoy, aquí, como mucho, algún político pasa por el escarnio del banquillo y, a veces, una temporadina a la sombra, cuando el capo di tutti capi decide señalarlo como chivo expiatorio que purgue la ira ciudadana para que la mierda no desborde la letrina en que se ha convertido esta cleptocracia que habitamos ¿resignados?

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.