Aquellos maravillosos años

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

02 may 2018 . Actualizado a las 07:36 h.

El título de esta columna es el de una preciosa serie norteamericana (The Wonder Years) en la que un adulto recordaba con añoranza los años de su infancia a finales de los sesenta cuando, de pronto, el mundo empezó a cambiar en Occidente a gran velocidad. Lo usé para reseñar en el suplemento Culturas que editaba este periódico un libro de Ramón González Férriz, La revolución divertida, centrado sobre todo en la que hoy cumple medio siglo: la que estalló en París el 2 de mayo de 1968.

Ese mes, en medio de barricadas, ropa floreada, símbolos de la paz y marihuana, docenas de miles de jóvenes universitarios, al grito de Soyez réalistes, demandez l’impossible, comenzaron en la calle una protesta a la que luego se unirían grupos de trabajadores y sindicatos y partidos de la izquierda. El movimiento fracasó, claro, en sus principales objetivos, según puede constatarse recordando los que aquella revolución divertida proclamaba perseguir: acabar con la sociedad burguesa y el capitalismo. ¡A buenas horas, mangas rojas! No sabían entonces sus ilusos impulsores que estar contra ambas cosas es como estarlo contra la ley de gravedad.

Pero sería un grave error deducir de ello que el mundo continuó siendo igual antes y después del sesenta y ocho. No fue así. El mayo francés, en el que precipitaron previos movimientos sociales de importancia extraordinaria (la lucha por los derechos civiles o las protestas contra la Guerra de Vietnam), no solo logró poner París patas arriba durante dos meses que a la gente de orden debieron parecerle interminables. El mayo francés expresó también un ímpetu de cambio que tendría una traducción de largo recorrido en la política, la economía, la sociedad y la cultura: en la igualdad entre hombres y mujeres, la libertad sexual, los cambios en el modelo de familia, el nacimiento del ecologismo y la extensión del pacifismo. Y es que el 68 parisino se situó en la línea igualitaria y antiautoritaria que alumbrará en gran medida el mundo en que vivimos.

Es verdad que la poderosa maquina frivolizatoria (permítanme el palabro) de la sociedad de consumo se apoderó a gran velocidad de muchos de aquellos grandes cambios. Y muy pronto los cantantes peludos que salían al escenario a provocar se convirtieron, como tantas otras cosas, en un negocio formidable del que obtener pingües beneficios. Los retratos de Che Guevara, la estrafalaria vestimenta de los Beatles, los libros de Marcuse: todo a la venta. Lo apocalíptico convertido en integrado, por citar a Umberto Eco.

Hay, en cualquier caso, una imagen que vale más que mil millones de palabras para expresar la transformación de aquellos maravillosos años de nuestras ilusiones. En 1967 se estrenó una película ya mítica, El Graduado, en la que, entre temas formidables de Simon y Garfunkel, el inimitable Benjamin Braddock/Dustin Hoffman se fugaba con una joven después de haberse acostado con su madre. Y la película fue un éxito porque los tiempos estaban cambiando, como había cantado ya Bob Dylan.