Catalá: un ministro en contra de un barón

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

Enric Fontcuberta

04 may 2018 . Actualizado a las 07:39 h.

El barón del título no es el Barón Rojo (un gran piloto militar y, también, un grupo de heavy metal español), ni el barón Thyssen Bornemisza (cuya mujer legó a España una colección de arte formidable), ni el barón de Münchhausen (sobre cuyas impresionantes aventuras realizó una preciosa película en 1988 Terry Gilliam). No, el del título es el barón de Montesquieu, señor de la Brède, de nombre Charles Louis de Secondat.

El tal barón de Montesquieu es conocido sobre todo por haber escrito a mediados del siglo XVIII un libro extraordinario (El espíritu de las leyes) que, célebre por razones variadas, lo es por una sobre todo: por haber dedicado media docena de sus muchos cientos de páginas a formular la teoría de la separación de los poderes. Aunque sobre la necesidad de tal separación existía ya algún notable precedente (el de John Locke), fue Montesquieu quien asentó para la historia el principio de que los poderes deberían mantenerse separados para impedir la tiranía.

Aunque para conocer la importancia de tal separación en un Estado de derecho no hay que haber leído a Montesquieu, si Rafael Catalá, lo hubiera hecho quizá no habría pronunciado unas palabras que constituyen una de las más burdas intromisiones del poder ejecutivo en la función del judicial que se han producido en España en mucho tiempo.

Con una irresponsabilidad solo comparable a su frivolidad, y sin más motivos que unirse al rampante populismo que ha provocado la creo que muy desafortunada sentencia de la Audiencia de Navarra sobre un caso de todos conocido, el ministro Catalá desautorizó sin dar ningún motivo el voto particular de un magistrado a esa sentencia. No solo eso: mostró su extrañeza porque el Consejo del Poder Judicial no hubiera adoptado contra él, sin explicar a cuento de qué, algún tipo de medida. No se dignó a explicar, claro, el ministro de Justicia por qué no puso, como hubiera sido su obligación, en conocimiento del Consejo los importantes datos que, según él, deberían haber aconsejado apartar al magistrado de sus funciones judiciales.

Que muchas de las personas indignadas contra la sentencia de Navarra hayan cometido excesos que indican un total desconocimiento de lo que supone la función jurisdiccional en un Estado de derecho (por ejemplo, exigir que se expulse de la carrera judicial a los firmantes de la sentencia o del voto particular) es explicable, sobre todo en el envenenado ambiente en que vivimos de adoración a la gente que, al parecer, por serlo, tiene siempre la razón.

No lo es, sin embargo, que quien se una a esa ola populista, con una imprudencia que pone los pelos como escarpias, sea nada más y nada menos que un ministro. Y no el de Economía, el de Sanidad o el de Fomento, sino ¡el mismísimo ministro de Justicia! Su comportamiento ha sido tan incalificable que solo caben dos salidas: o una retractación pública y solemne de Catalá o su cese por el presidente del Gobierno. Alguno de los dos debe actuar sin más demora.