Una encuesta realizada hace unos años por una agencia británica comprobó que la mayor parte de los europeos, en concreto un clamoroso 87%, cree que fue el ejército de Estados Unidos el que liberó al continente de la pesadilla nazi. El cine y la deriva histórica han construido una antiverdad que ha arrebatado a la URSS una de las acciones más épicas del siglo XX. Parte de la fascinación que los europeos han sentido por los americanos tiene que ver con mitos de celuloide, fábulas creadas a mayor gloria del imperio que nos han entrado por los ojos gracias a la magia a veces hipnótica de una buena película. Hay muchos otros cuentos escritos por la propaganda americana. Uno muy repetido concede al pueblo de los Estados Unidos una complexión moral que les permite perdonar a un político que bombardea por puro oportunismo pero no a uno que miente. Así nos explicaron la dimisión de Richard Nixon, una de las grandes fuentes mitológicas americanas. Gracias al Watergate nos creímos que los yanquis manejaban una admirable intransigencia frente a la mendacidad, que todos los periodistas eran como Robert Redford y que desde una redacción se podía derrocar a un presidente funesto. Todo mentira. Sobre todo lo de Redford. La victoria de Trump ha despedazado la mitología política esculpida con esmero durante décadas. La sociedad americana, incluida esa prensa tan admirada, votó y tolera a un presidente a quien ayer vimos jaleando a los fundamentalistas de la asociación del rifle y defendiendo con aspavientos una mentira mayúscula: que en Londres no hay acceso a metralletas como en un supermercado de Texas pero la gente se dedica a acuchillar a sus vecinos por las calles. Todo mientras aclara si sobornó a una actriz porno llamada Stormy y desoye a los mil economistas, incluidos varios Nobel, que pronostican una catástrofe si no corrige su estrategia política. Necesitarán muchas películas para mantener el mito.