Los adoquines

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

13 may 2018 . Actualizado a las 08:21 h.

El pavimento de una ciudad es la membrana que separa la civilización de su víscera. Sobre él camina la sociedad y se sostienen sus creaciones; debajo, corren las aguas fecales, el gas y las ratas. Por eso Voltaire se quedó fascinado cuando vio el empedrado de Londres: le pareció la esencia misma de la democracia. Y luego, cuando la república desplegó sus alas en la propia Francia, una de las medidas que tomó fue adoquinar todo París, y no solo unas pocas calles como hasta entonces. Esos son los famosos adoquines del Mayo del 68, del cual se cumplen ahora cincuenta años: los pequeños adoquines de entre más de un quilo y dos quilos setecientos, de piedra arenisca fuertemente cristalizada y pulimentada, extraídos de las canteras de la cuenca parisina.

Estos son los adoquines que han constituido la piel de París durante décadas: el hogar de los clochard, de los vendedores ambulantes de canciones, de los pintores aficionados con sus caballetes. Son los adoquines, erosionados por la persistente lluvia de París, que pisaron las botas de los prusianos en 1871, sobre los que rodaron los panzer en 1940, los que arrancaron los revolucionarios de 1830 y 1848 para lanzárselos a las fuerzas del orden. Pero su gran momento de gloria, la mitificación del adoquín de París, llegó sin duda en la revolución de mayo de 1968. Se puede explicar de muchas maneras, pero dejémoslo en que el Mayo del 68 fue lo que tuvieron los intelectuales franceses en vez de infancias felices. En realidad, Francia no había sido nunca tan rica, y a los estudiantes, hijos de una élite privilegiada, no les faltaba de nada, salvo una cosa: la épica, sin la que ninguna generación se siente cómoda. Y la que construyeron fue realmente hermosa, una página arrancada del Libro Séptimo de la Cuarta Parte de Los miserables de Víctor Hugo: la barricada, los adoquines volando.

Entonces estaba muy de moda Guy Debord y su crítica de la «sociedad del espectáculo», pero quizá fue precisamente el Mayo del 68 el mejor ejemplo de esa idea que la vida moderna es una representación teatral, una extraña revolución de la prosperidad. De hecho, todo se esfumó en junio cuando llegaron las vacaciones universitarias, los gaullistas arrasaron en las elecciones y los obreros consiguieron un aumento de sueldo espectacular y volvieron al trabajo. La épica se transmutó en nostalgia, y a los pocos días ya vendían adoquines de recuerdo en una tienda del bulevar Saint-Germain, junto al café de Flore, donde los intelectuales se preguntaban qué había fallado, cuando en realidad no había fallado nada. Yo pasé por allí en 2008, en el 40.º aniversario. La tienda la había sustituido otra de Louis Vuitton, pero al lado, la chocolatería de Patrick Roger vendía cajas de regalo a 49 euros con adoquines de praliné. Ahora el recuerdo del 68 sabe dulzón. Mientras tanto, los adoquines de verdad van desapareciendo de las calles de París. Desde hace años que el alquitrán avanza por la ciudad como la lava, sobre todo cuando lo gobiernan ayuntamientos de izquierda, porque es más limpio y ecológico.

El skater que se cree rebelde sustituye al rebelde que se creía rebelde. Bajo los adoquines no está la playa sino el alcantarillado, pero sobre ellos se encuentra ahora el asfalto extraído de los viejos volcanes de Auvernia. Cada año, el ayuntamiento de París retira 10.000 toneladas de esos adoquines de las calles. Ahora es una empresa, Sainte-Laguë, quien los compra a 40 euros la tonelada, los decora con la bandera ácrata, o dorados como lingotes, y los vende a 60 euros la pieza, con un número de serie y una inscripción que dice «Made in France».