Servidores públicos

OPINIÓN

05 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace mucho que dejó de estar bien visto, de acuerdo con los valores sociales en alza, confesar que la vocación profesional de uno pueda ser alcanzar la condición de funcionario público. De hecho, cuando se analizan en los medios de comunicación las encuestas en las que estudiantes de secundaria o universitarios cuentan sus expectativas profesionales, se considera un éxito que se reduzca el número de los que digan que quieren ser funcionarios; y, si hay momentáneamente un repunte, algunos editorialistas empiezan a mesarse los cabellos para diseccionar qué se ha hecho mal. Evidentemente no hay estructura administrativa alguna ni empleados públicos que la integren si no hay actividad económica (privada, hoy por hoy) que la sostenga. Y que la gente tenga ganas (y, menos frecuente, preparación y orientación) para comenzar un negocio, seguramente sea positivo en la mayor parte de los casos. Pero pensar que todos los jóvenes tienen que aspirar por sistema al arquetipo de emprendimiento que se nos vende como el nuevo paradigma, y que se presenta a menudo mostrando sólo la cara amable, es uno de los muchos excesos de nuestro tiempo.

Tener vocación de servicio público trabajando para la Administración, en cualquiera de sus distintas facetas, es nadar contracorriente, cuando su estima social es baja. Significa combatir el escrutinio desconfiado de un discurso mayoritario, que ha calado hasta los huesos y domina el espacio mediático, y que sitúa bajo la sospecha de falta de iniciativa (o peor aún, de laboriosidad) a quien aspira a ser empleado en el sector público. A eso se añade que los años de la crisis han llevado la precariedad, la pérdida de poder adquisitivo y la lesión de derechos también al ámbito público, en una carrera para igualar por lo bajo en la que apenas comenzamos a echar el freno, una vez que el daño ya ha sido causado.

Sin embargo, entre las cenizas de la Gran Recesión, cuando se echa en falta mayor capacidad de intervención pública, y, sobre todo, que esta sea eficaz y suficientemente ponderada para corregir los muchos desafueros del mercado y la fuerte desigualdad, es cuando se hace necesario contar con personas con motivación y aptitudes para el servicio público, que tengan el respeto y reconocimiento que su actividad merece. Y no sólo cuando se trate de las profesiones (singularmente en el ámbito de la seguridad pública) donde la actuación tiene en ocasiones un punto heroico (y a veces trágico), sino también para quienes, con un trabajo más discreto, mantienen el pulso diario de la Administración, tramitando un contrato, formando al personal, aplicando un plan de empleo o atendiendo a la ciudadanía.

Hemos perdido en los últimos días a dos personas que, precisamente representaron, en su quehacer como servidores públicos y en el ejercicio de funciones directivas cuando las tuvieron encomendadas, buenos ejemplos de dedicación y convicción en el poder de las políticas públicas para transformar la realidad y hacer accesibles derechos básicos. Se han ido para siempre, antes de lo esperado, Rafael Sariego, médico en el Hospital Central de Asturias, exconsejero de Salud y Servicios Sanitarios (2003-2007) y uno de los artífices de la importantísima modernización de las infraestructuras sanitarias en la primera década de este siglo; y Begoña Pérez, concejala en el Ayuntamiento de Oviedo durante tres mandatos (entre 1983 y 1995), dedicada profesionalmente a los servicios sociales tanto en la Administración autonómica como en la estatal. Dos personas cercanas, sensibles con la realidad social, defensoras de los servicios públicos y coherentes en su praxis política y directiva. Los dos, no sobra decirlo, socialistas de Oviedo.

Los buenos recuerdos que nos dejaron Begoña y Rafael y su trayectoria al servicio de lo público deben servirnos para tener presente que sólo con servidores comprometidos y conscientes, orgullosos de su contribución al bien común, podremos construir política integradoras que dignifiquen la vida de las personas. Y que, tener entre las prioridades vitales la dedicación a los servicios dependientes de la Administración en el ejercicio de la función pública merece, siempre, la mayor de las consideraciones sociales.