El ministro más efímero de la democracia

OPINIÓN

JAVIER SORIANO

14 jun 2018 . Actualizado a las 07:59 h.

Titular de un ministerio que se había creado para él, Màxim Huerta regresó a su casa antes de tener despacho, antes de sentarse en la poltrona del poder, y antes de marcar sus ilustres posaderas en el banco azul del Congreso. Porque la fugacidad de su mandato batió todos los récords de la democracia española. Le dio tiempo, eso sí, para decir cuatro tonterías; para demostrar una locuacidad incontrolable de una levedad cósmica; y para dejar patente que su nombramiento había sido la excepción que confirma la regla de un Gobierno apañado y competente. En lo único que Huerta fue coherente -malgré lui- fue en perder su cargo por la misma razón -las acusaciones de corrupción- que lo había ganado; y en propiciar que el Partido Popular pueda adornar su discurso de oposición con la misma inquisitorial retórica que desplegó Pedro Sánchez antes de entrar en la Moncloa.

Por eso le deseo que descanse en la paz de los políticos amortizados, y que disfrute como merece de la pensión y los honores de exministro de España que con tanto sacrificio se ha ganado.

A pesar de todo, creo que este lamentable caso no debe empañar la breve hoja de servicios del presidente Sánchez, que por esta vez debe ser considerado una inexperta víctima de un nombramiento fulero, que ni siquiera tuvo la elegancia de advertirle que estaba condenado por un delito fiscal. Aunque también creo que esta sincera mano que pongo en el fuego por él en ningún caso le libra de la responsabilidad de haber nombrado a un incompetente para una cartera que se recreaba llena de simbolismo.

Es evidente que el PP se equivocaría si aprovechase este sketch para asumir el estéril papel de inquisidor que otros ejercieron en su contra. Y creo que no se puede confundir con un acto de regeneración democrática o de servicio a España con la fácil y desgraciada estrategia de aprovechar la espectacular irrupción de esta oveja negra para tirar por elevación contra las instituciones personales del Estado.

En este momento sería fácil y creíble decir que «es imposible que Sánchez no lo supiese», que «el nombramiento de este personaje degrada la democracia», o que «le dio cobijo a un defraudador condenado por un juez». Pero nada de esto sería honrado, ni contribuiría a prestigiar la política, ni dejaría de ser una manipulación torticera de nuestra débil y voluble opinión pública. Y por eso es necesario que Sánchez salga limpio de este trance sin más condición ni penitencia que la de haber aprendido tres cosas: que no es tan fácil ver el Jaguar en el garaje del vecino; que las actitudes inquisitoriales no sirven para regenerar nada; y que «el que a hierro mata a hierro muere».

Sánchez está tan limpio y es tan fiable como el día en que, honradamente, dimitió de su escaño para diseñar el asalto al poder. Pero si, antes de rendirse al sueño, rebobina la película de la última semana, no podrá evitar la íntima sensación de haber hecho un ridículo espantoso. ¡El primero!