Llorarás cuando te rechacen

OPINIÓN

21 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Asturias está más cerca del Polo Norte que Nueva York. De hecho, la Gran Manzana está a la misma distancia del Ecuador terrestre que el Delta de Ebro, por ejemplo. Si no tenemos el mismo clima que la megalópolis norteamericana, donde pasan el invierno a bajo cero y no son extrañas las tormentas de nieve, es por el efecto de regulación climática que ejercen las corrientes oceánicas. Como las corrientes del Golfo y del Atlántico Norte que, al transportar una cantidad inconmensurable de energía, proporcionan a Europa un aporte «térmico» que otorga a nuestro clima este carácter tan confortable.

Sin embargo, esa transferencia no está garantizada de por vida. De hecho, hay estudios que alertan de que hay corrientes oceánicas que se encuentran en su punto más débil en 1600 años debido, entre otros factores, al cambio climático. Una debilidad que puede desembocar en graves alteraciones medioambientales, que no por imprevisibles son inevitables. Solo serán inevitables si seguimos abducidos por la doctrina de los sacerdotes de la «mano invisible» que todo lo cura.

La distancia geográfica y moral nos aleja del drama de miles de millones de personas ajadas en la lucha contra la adversidad climática y el hambre. Se prevé que casi 150 millones de personas tendrán que desplazarse fuera de sus países antes de 2050 por escasez de agua y degradación del suelo cultivable, debidos al cambio climático.

Pero ya sea por tormentas invernales, o por el avance de la desertificación, que es otra de las amenazas que se extiende implacable por nuestro territorio, estamos a las puertas en una situación que podría cambiar nuestras ibéricas vidas de forma drástica a medio plazo. Es cierto que su actual gradualidad nos permite ignorarla e, incluso, negarla, en el caso de quienes no pueden o, sobre todo, no quieren, preocuparse más allá de sus miserias cotidianas. Pero sabedlo bien, nadie puede asegurarnos que no pasaremos a engrosar el ingente colectivo humano que ha de migrar huyendo del hambre, la miseria, o la guerra, para poder proporcionar la incierta posibilidad de una subsistencia digna a su descendencia.

Y será al vernos obligados a migrar cuando aquellos y aquellas hostiles con quienes llegan exhaustos a nuestras costas y son, además, utilizados para propagar el miedo al convertirlos en una amenaza a nuestro bienestar, se encuentren con la horma de su zapato. Y el resto sufriremos igualmente a los que, siendo como aquellos, rehusen ayudarnos a sobrevivir.

Lloraremos de rabia, de frustración, de incomprensión, cuando nos rechacen a la llegada a una frontera. Lloraremos de dolor cuando nuestro cuerpo sea desgarrado por la concertinas; o cuando caigamos de bruces al suelo, zancadilleados por una periodista mientras huimos de la policía con un hijo en brazos.

Porque todas somos refugiados en potencia y, como ya sucede hoy en Europa y en Estados Unidos, tendremos que sufrir, en su momento, el trato humillante de quienes prefieren desconocer las causas de un problema global para justificar su rechazo local, su inhumanidad, en un ejercicio de necedad contagiosa.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.