La libertad de expresión de la manada

OPINIÓN

30 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Me pregunto qué aspecto tendría nuestro pequeño mundo si una ley estableciera que en una acusación de violación o acoso sexual la palabra de la mujer tuviera presunción legal de veracidad. Es decir, cómo serían las cosas si un varón acusado por una mujer fuera automáticamente condenado si no puede demostrar su inocencia. A día de hoy mi hija tiene que volver a su casa acompañada cuando sale de noche, porque si volviera sola correría SIEMPRE riesgo de algún tipo de acoso, mayor o menor, de amenaza, falta de respeto o menoscabo de su dignidad. Si tiene que pasar por parques o sitios poco visibles, el riesgo que corre SIEMPRE es ya de cosas mayores. Javier Marías expresó su temor de que alguien pretendiera llegar al supuesto que expresé antes, a esa barra libre (así la llamó) por la que se puede acusar sin más a cualquier varón y arruinarle la vida. Porque así son las cosas. Tenemos mujeres muertas y violadas, pero tenemos que preocuparnos por si algún varón pudiera ser acusado injustamente. Pongámonos entonces en la pesadilla de Javier Marías, imaginemos esa barra libre y que en una acusación de delito sexual la palabra de una mujer tuviera la misma presunción de veracidad que la de la policía. En un mundo así, posiblemente mi hija podría volver a casa sola. Si tiene que pasar por un parque a las cuatro de la mañana ella sola, a lo mejor hasta se podría sentar en un banco a quitarse la arenilla que tuviera en un zapato y, ya puestos, a echar un cigarro o colgar alguna chorrada en la red social. A cambio, yo seguramente tendría que acostumbrarme a tener una segunda persona conmigo cuando hiciera tutoría con alguna alumna en mi despacho y activar la cámara del móvil cada vez que me viera a solas y sin testigos con alguna mujer, porque RARA VEZ alguna mujer podría acusar a algún varón porque sí. Dejemos el balance para después.

La manada está suelta porque son famosos y eso los hace inofensivos, según las lumbreras jurídicas que los soltaron. Y como quien tiene fama tiene un tesoro, ya hay canales de televisión queriendo llenarlos de dinero por una entrevista estrella. Casi apetece violar a alguien y dejar que te pillen. Es uno de esos casos en que algunos querrían limitar la libertad de expresión y otros no, que adelante y que mujan en televisión, que también son hijos de Dios. Ni la libertad de expresión ni su tamaño están en cuestión. Una persona puede, si quiere, pedir que se recorten las pensiones y que se vaya extinguiendo el sistema público que las sostiene. Tiene derecho. Y tiene derecho a hacerlo con una pancarta frente a una manifestación de pensionistas que piden la revalorización de las pensiones y su sostenimiento. Y además tiene derecho a no ser agredido por ello. Pero es lógico pensar que tendrá que oír silbidos, abucheos y seguramente insultos. La libertad de expresión no está en cuestión, pero esta sería una forma provocativa y desafiante de expresar tu opinión y daría lugar a una respuesta colectiva desordenada, ruidosa y enérgica.

Al país se le abrieron las carnes con la sentencia infame de la violación de la manada y el miserable voto particular del energúmeno señor Ricardo Javier González. El país rugió en las calles de todas las ciudades. Ante la infamia añadida de dejar libres a estos cabestros, el país volvió a bramar. Cualquier canal tiene derecho de enfrentarse al país en marcha y enfurecido y emitir un programa que sería desafiante y provocador en extremo. Y tiene derecho a que nadie ejerza violencia. Pero la libertad de expresión ejercida de manera tan retadora y ofensiva, dará lugar sin duda a una respuesta colectiva, enérgica y ruidosa. Es lógica la advertencia de que se harán listas de anunciantes que financien semejante ignominia y que se convocarán boicots contra sus marcas. Podrán convocarse apagones del canal que sea y hasta denigrarse los locales donde se vendan las marcas señaladas. La libertad de expresión no está en cuestión. Pero quien se ponga delante del país indignado y en marcha, tendrá que oír sus silbidos y afrontar su reacción, como siempre que se provoca a una multitud. En este caso, el crujido social es sonoro y la hostilidad de los jueces es virulenta. Mucha gente dio un paso a la vez y en la misma dirección, algunas rayas quedaron de golpe atrás. Quien quiera sacar ganancia de la infamia que calcule sus fuerzas, porque la reacción colectiva por la igualdad y contra los abusos a la mujer empieza a ser una revolución, más del tipo de mayo del 68 que de octubre del 17, pero una revolución.

Las cosas se reclaman cuando escasean. Es raro pedir libertad de expresión para hablar de fútbol, porque no constan impedimentos para explayarse sobre ese tema. Tampoco hay tales estrecheces para denigrar la dignidad de las mujeres según las desinhibiciones que se le supongan. Ideas tales como que una mujer que practica sexo con promiscuidad está disponible, o que cuando una mujer tolera ciertos acercamientos ya no puede decir que no porque su cuerpo ya es terreno conquistado, o que si su vestimenta o actitud pudieran ser provocativos es ella misma culpable de lo que le ocurra, todo este tipo de ideas está amplísimamente expresado, difundido y protegido. No hay ningún problema de libertad de expresión. ¿No es estruendoso el silencio de la Iglesia, tan dada a opinar y emitir documentos sobre sexo y costumbres íntimas? Si tomamos lo que viene diciendo la Iglesia sobre la relación entre la violencia a las mujeres y lo que la Iglesia llama «ideología de género» y lo sumamos a lo que la Iglesia se está callando sobre este notabilísimo episodio, caben pocas dudas de cuál es la actitud que está amparando tan carísima institución. La «causa» de la manada está ya suficientemente defendida y difundida.

No debería ser necesario hablar de libertad de expresión. La empatía y la dignidad de la víctima debería ser un foco que cegara cualquier otra cosa. En España se trata con gravedad y reconocimiento la memoria de las víctimas de ETA, como debe ser. Su recuerdo no es sólo dolor por su muerte. Es reconocimiento de la injusticia de haber sido señalados y denigrados. Pero en España hay más víctimas. La dictadura de Franco alargó la guerra civil treinta años más. Y hay víctimas, muchas víctimas, que también quieren respeto, reconocimiento y rehabilitación de su memoria de la única forma posible que es la simbólica. Pero estas víctimas tienen menos suerte y tienen que oír que su memoria es rencor. Y hay más víctimas. Por cada una de las decenas de mujeres que mueren a golpes hay muchas más amenazadas y aterrorizadas. Y cuando son violadas no tienen la suerte de que su dignidad sea la prioridad. Incluso cuando la justicia se aplica tienen que soportar la baba de los agravios sobre su condición que dejan los agresores y los prejuicios que se pregonan desde tribunas públicas. Y son víctimas. ¿Se aceptaría una entrevista con Josu Ternera para que explique que aquellos a los que mandó matar eran parte activa de un conflicto y que ellos se buscaron su muerte?

Volvamos al principio. La molestia que yo tendría por cargar con presunción de culpabilidad es menor que la que aguanta ahora mi hija. Pocas serían las mujeres que quisieran protagonizar el suceso abrupto de un proceso judicial, pero muchos son los hombres que se creen con derecho a insinuaciones, graciosadas o actos físicos sobre las mujeres. Y los varones tendríamos al menos el consuelo de que todos los cerebros jurídicos trabajarían sin desmayo para reconducir la injusticia de la que seríamos víctimas. No como ahora. Sólo hay que oír a las asociaciones de jueces, mudas como obispos. No es cuestión de apetecer otras injusticias. Imaginarlas ayuda a describir las que hay. Si un canal quiere humillar más a la víctima, no hay ley que lo prohíba. Pero que no se engañe. Tendrá consecuencias, porque esto es una revolución.