El Gobierno está en manos de los taxistas, que son los que imponen la norma. O se hace todo de acuerdo con lo que exigen, o prometen paralizar las ciudades, el Corredor Mediterráneo, los puertos y bloquear la frontera con Francia. Para ello tienen un arma poderosísima: sus coches. El ministerio de Fomento les llama a negociar, les concede lo que piden, pero los huelguistas exigen un acuerdo del Consejo de Ministros. Y la huelga continúa. Ignoro si son conscientes de las consecuencias: perjuicios a miles de ciudadanos, daño incalculable a la imagen del país, deterioro del turismo y posible efecto búmeran de una irritación que puede hacer más simpáticos a Uber y Cabify. Quien se queda tirado en un aeropuerto cargado de maletas a 40 grados de temperatura tardará mucho tiempo en perdonar a quien lo deja así. Aunque esté cargado de razón.
Ahora bien: esta huelga es fascinante para estudiosos de las protestas sociales. Es un conflicto económico y laboral contra un patrón que no es ningún empresario, aunque se identifique como Uber y Cabify, sino ese fenómeno nuevo llamado economía cooperativa. Es la lucha por la supervivencia de un sector, ciertamente sufrido, frente a las novedades de esa nueva economía que lo está cambiando todo, desde la información al comercio. Es una confrontación entre derechos que se suponen adquiridos y la libertad de mercado. Y es una prueba del inmenso vacío legal que existe en casi todos los ámbitos de la vida. No se entiende que haya una norma que establece una ratio de un VTC por cada 30 taxis y sean los jueces los que se encargan de conceder licencias VTC.
Ahora todo queda en manos de un Gobierno sin autoridad y maniatado por los taxistas. Se negocia bajo presión insoportable y con quienes hacen una huelga sin servicios mínimos en una ciudad como Barcelona. Se acepta que la competencia sea de 17 autonomías y quizá de 8.000 ayuntamientos frente a las multinacionales Uber y Cabify que no conocen fronteras y tienen dimensión universal. Y se cede sin exigir responsabilidades a quienes causaron daños desproporcionados. Todo es un despropósito. La solución más racional sería: 1) Rehabilitar la ratio de una VTC por cada 30 taxis, como está regulado. 2) Establecer la igualdad de condiciones fiscales y de acceso a la licencia. Y 3) Someterse al principio de libertad de mercado y de competencia, pero sin privilegios. Dejar el asunto en manos de las autonomías es crear 17 focos de conflicto. Y, por parte del Gobierno, «quitarse un muerto de encima»
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