Fuertes frente al acoso y el mundo

Ana Abelenda Vázquez
Ana Abelenda ALGO HAY

OPINIÓN

PEPA LOSADA

30 ago 2018 . Actualizado a las 08:32 h.

Sucede cada vez más, o eso apuntan las cifras: entre 1999 y el 2015, más de 1.300 niños de entre 5 y 12 años se quitaron la vida en EE. UU., y el suicidio fue el año pasado en España la primera causa de muerte entre los jóvenes, según el INE. Podemos guardar silencio o tratar de leer e interpretar la letra de la historia; taparnos los ojos y seguir lamentándonos, o preguntarnos por las causas de una realidad que parece ir ampliando sus dominios al calor de las redes, las prisas por vivir, la hipersexualización de la infancia, la inmadurez en lo importante, o la falta de medios para hacer frente a lo que es un problema de salud pública mundial. El suicidio es a menudo un tabú social, que suele dejarnos lerdos, sin palabras ni fondo emocional, una especie de imprevisto radical contra natura ante el que no sabemos cómo movernos, un golpe que nos hace, como espectadores, bascular entre la hipocresía melindrosa y la procacidad.

Jamel Myles vivía en Denver. Tenía 9 años. Y la plenitud de la inocencia brillando en su cara, en su expresión, ya conocen esa luz, esa forma que solo tienen los niños pequeños de ver, de mirar. No es difícil comprender que lo que le empujó a acabar con su vida fue el acoso escolar, el rechazo de los amigos del colegio que le intimidaron y lo invitaron a matarse cuando confesó su tendencia sexual.

Pero esto no puede ser un réquiem por Jamel, quedarse en una tormenta de lágrimas para inundar la pena. El desconsuelo existe, hay que aceptarlo, tratar de encajarlo llegando a un acuerdo con él, pero no es forma segura de defenderse, ni a la larga de luchar. Muchos psiquiatras insisten en la necesidad de romper el silencio sobre el suicidio en los medios para ayudar a combatirlo, aunque alertan del peligro de que esta tendencia pueda llegar a idealizarse, y a granjearse un halo romántico, sobre todo a determinada edad, a esa edad tan intensa, extraña, vulnerable y desconcertante que comienza en la preadolescencia y termina, hoy, años después de la mayoría de edad. Más allá, o además, de los planes para la prevención del suicidio, que se cobra ya más muertes entre los chicos que la suma de las víctimas de las guerras y los homicidios juntos, está la educación. La forma de conocerse y conocer el mundo que se empieza a aprender en casa. Con los nuestros. Encajar el rechazo, la humillación o la adversidad es duro, es algo que se va aprendiendo, a base de tropiezos y caídas a lo largo de la vida, algo que conviene cultivar.

No se trata en absoluto de culpar a la víctima. Hay que educar en la empatía y la sensibilidad, pero también en la fortaleza, sin perder de vista esa cualidad vital que es la resiliencia.

La respuesta ante el suicidio de un niño no puede ser el silencio, ni quedarse en un réquiem o una tormenta de lágrimas, hay que cultivar la seguridad