La próxima reconversión y la conciencia de crisis

OPINIÓN

11 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

La cultura de crisis está tan anclada en la mentalidad asturiana, que parece difícil sacudirse determinados efectos de ésta. Las dificultades de los sectores estratégicos de la economía regional, saldada con transformaciones rápidas y con ganadores y perdedores, pero sin traumas excepcionales (gracias a las políticas públicas redistributivas y de cohesión territorial), sí tuvo como secuela la permanente sensación de pérdida de seguridad económica y la percepción de vivir en una región menos dinámica y con oportunidades más limitadas, aunque la calidad de vida sea apreciable. La intensificación de esa conciencia de crisis, durante el periodo de recesión y sus coletazos (muchos aún muy presentes), se ha agudizado en los últimos años con la manifestación de otros problemas de alcance, el principal de ellos el envejecimiento de la población, verdadero circulo vicioso en el que la falta de población activa y la insuficiencia revitalizadora de las iniciativas sociales y económicas, es a su vez causa y consecuencia del llamado invierno demográfico.

En ese contexto tan complicado se presenta con ímpetu el efecto de la descarbonización de la economía, con la convergencia de distintos hitos y su rápido despliegue. De acuerdo con ciertas previsiones, la minería de carbón asturiana puede poner en 2018 punto final a una página fundamental de nuestra historia y, si bien actualmente representa únicamente el 0,87% del PIB de nuestra Comunidad (según datos de SADEI), el impacto moral es determinante y la incidencia del cierre en algunos concejos será importante. A su vez, el anuncio de Iberdrola del cierre de la central térmica de Lada para 2020 y la alta probabilidad de que le siga inmediatamente la central de Soto de la Barca (propiedad de Naturgy, que no ha acometido en ella las inversiones en desnitrificación requeridas para seguir operando), abren un nuevo ciclo ?de fuerte choque visual- de instalaciones paradas en esta nueva “edad del óxido”, modificando nuestra concepción de comarcas enteras, históricamente vinculadas a la actividad industrial. Se nos hará difícil pasar por el corredor del Nalón o junto al Narcea contemplando centrales que atestiguarán nuestro pasado en silencio y que acumularán herrumbre ocupando el espacio durante un tiempo que promete ser largo. La posibilidad de que en 2030 se haya prescindido total o sustancialmente de la generación térmica modificará radicalmente la realidad económica de Asturias, ahora excedentaria en producción eléctrica. Los efectos en las industrias electrointensivas (si se cumple el efecto anunciado en el incremento de precio de la electricidad, que se cifra en torno a un 12%) y en las de altas emisiones de dióxido de carbono (cementera, siderurgia, etc.), en el sector logístico y portuario (23% de los tráficos del Musel corresponden a carbón térmico) y en las industrias auxiliares, serán igualmente notables. En el peor escenario, se calcula un impacto destructor de la mitad de la industria asturiana y hasta un 10% del PIB regional. Evidentemente, puede (y debe) haber actividades que crezcan, también en el sector industrial y en el de las propias energías renovables (cuyo desarrollo es, por fortuna, imparable), que mitiguen ese golpe. Pero la exposición a este proceso de cambio está claro que es singularmente alta en Asturias.

Vamos, en suma, a una nueva reconversión, pero esta vez lo hacemos de forma muy distinta a las experiencias pasadas. Por una parte, no contamos con fuerzas sindicales ni actores políticos (puesto que somos una Comunidad pequeña en población y por lo tanto en influencia) capaces de antemano de plantear un pulso del que se puedan obtener contrapartidas generosas o plazos para un aterrizaje más suave. Y, si los hubiese o los sinceros intentos de influir en el discurso nacional recogieran sus frutos, la imposibilidad de contar con un terreno de juego estrictamente estatal (en el que pesasen nuestras bazas) porque el proceso es de raíz global, restaría mucha de su hipotética capacidad de actuación. Por otra parte, aunque los avances de la Comisión Europea para el marco financiero 2021-2027 todavía coloquen a España como país perceptor de fondos europeos (el tercero en cifras totales), parece evidente que, en una Europa que todavía digiere la abrupta ampliación hacia el Este (en el que la condición de países beneficiarios de la cohesión no les coloca, como sí sucedió con España desde la adhesión, en la vanguardia del europeísmo), y donde no se ha acrecentado el compromiso de los Estados con el presupuesto comunitario, no se podrá esperar que se mantengan niveles de inversión en infraestructuras, política agrícola, desarrollo rural o políticas sociales como los de épocas recientes. A su vez, las lecciones del pasado, algunas de ellas muy amargas (inversiones fallidas o cuestionables, desequilibrios en la relación de poder de los actores políticos regionales, depreciación del valor social del trabajo, etc.), sí nos podrán ayudar a evitar, si las circunstancias propiciasen la disyuntiva, los errores y algunos resultados no deseados de las políticas de reactivación y sostenimiento de rentas.

Así que toca revisar los activos que tenemos y, singularmente, la forma de enfrentar la situación. Esta vez no habrá una cohorte de trabajadores prejubilados cuyas rentas mantengan el consumo y sirvan de sostén familiar. Y el viento de las políticas de equilibrio territorial europeas y españolas (éstas, cada vez menos relevantes, con las presiones añadidas de las regiones más pudientes para reformas regresivas de la financiación autonómica) no serán especialmente favorables. Naturalmente, habrá que trabajar colectivamente para que cualquier ajuste sea llevadero y para que, en lugar de la destrucción sistemática del tejido industrial amenazado por la descarbonización, haya una adaptación progresiva y razonable, para no exportar empleo e importar dióxido de carbono de otros países emisores en otras latitudes (en una atmósfera común para toda la humanidad). Pero, esta vez, a la cultura de la resistencia, tan nuestra, habrá que sumar la capacidad de adaptación y el aprovechamiento de nuevos potenciales (que los hay y despuntan en la realidad soecioeconómica asturiana) y el afán de valerse por sí mismos, para, sencillamente, no morder el polvo.