Aznar, Grecia y Salvini. Juntemos piezas

OPINIÓN

22 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Lo de Aznar es muy sencillo porque requiere pocas pautas. Y a la vez es difícil porque se necesitan cualidades infrecuentes. Limpiar la fachada de un rascacielos a la altura del piso 93 es sencillo: sólo hay que ponerse en un andamio y limpiar; es sencillo si no hay altura que te dé vértigo y esa es una cualidad poco habitual. También es sencillo ir a la Universidad y dar clase desnudo: sólo hay que quitarse la ropa antes de entrar en el campus. Lo que lo hace difícil es que se requiere una falta de pudor infrecuente en la población. Aznar es capaz de ponerse ante el Parlamento durante horas, con terribles delitos y bochornos en su gestión pública y en el partido que dirigió, ante diputados hostiles hasta el límite, y salir del envite sin pasar apuros, ufano y casi divertido. Los suyos creen que es un crack.

Decía que no es tan difícil porque sólo es seguir tres pautas. La primera es mentir y negar lo que haga falta sin pestañear, con aplomo, sin vacilaciones, sin argumentos ni rodeos y sin dar importancia a los hechos palmarios. Aznar puede negar con convencimiento que no conoce al padrino de boda de su hija o que haya sentencias judiciales contra su partido. La segunda es reformular la pregunta que se le haga y decir lo que quiera como respuesta a la pregunta que nadie le hizo. Es seguir al pie de la letra la técnica de aquella antología del disparate que se publicó hace no sé cuántos años. En un examen se preguntaba dónde desembocaba el Volga y un estudiante contestó: «no lo sé, el tema que me sé bien es el del esqueleto». Así, en la época de Irak cuando a Aznar se le escapaba el acento tejano, le preguntaron por las atrocidades de las cárceles de Guantánamo. Aznar decía «si lo que me está preguntando es si EEUU es una democracia, le contesto que ya me gustaría a mí que España tuviera la solidez democrática de ese país». De Guantánamo no decía nada, contestó la del esqueleto, que era la que se sabía. Y así sigue. Y la tercera pauta es soltar todo tipo de acusaciones, basadas en cualquier mentira que alguien haya dicho en alguna parte, contra quien le hace las preguntas. Las acusaciones palmariamente falsas soltadas en batería son provocativas. Si le dice a un diputado que un juez sentenció que Podemos había recibido dinero de Venezuela y de Irán y que la cantidad es más o menos la de toda la Gürtel junta, la respuesta civilizada es complicada, porque la acumulación de mentiras hace dispersa y errática cualquier respuesta y porque el nivel de absurdo hace difícil improvisar un hilo racional: ningún juez sentenció nada contra Podemos, Venezuela no financió a Podemos, Gürtel fue mucho más grave que unas decenas de miles de euros; por dónde empezamos.

Todo consiste en mentir sin concesiones, en contestar a lo que no se pregunta y en acumular insultos rápidos y frecuentes. No hay apuros y se está indignando permanentemente al adversario. No es tan difícil. Pero no todo el mundo puede estar tan tranquilo en un andamio en el piso 93 ni todo el mundo puede juntar el cinismo que requieren pautas tan sencillas como las que sigue Aznar. El cinismo requiere una desafectación singular del efecto que uno pueda estar causando en la estima de los demás cuando incumple el decoro o las reglas más habituales. El problema para andar desnudo por el campus universitario es que la mayoría de la gente no puede sobreponerse a la conciencia del efecto que causa en los demás. El mecanismo se llama vergüenza. La técnica de Aznar es fácil si eres lo bastante cínico y sólo se puede llegar a esa cima de cinismo desde una falta de vergüenza inusual incluso en políticos montaraces. Los suyos creen que gana, porque nadie le hace pasar un mal rato y los demás bufan de indignación. Y no dan importancia al detalle de que sólo convence a los acólitos y provoca sonrojo en los demás.

No deben pasarnos inadvertidos los detalles relevantes. Con Aznar llegó a la política lo que la Iglesia ya hacía y que en EEUU Lakoff llamó guerra civil cultural. Los neocon americanos, los de Bush, querían favorecer a los ricos y quitar programas sociales a los pobres. Pero necesitaban los votos de los pobres para ganar y, por tanto, que votaran contra sus intereses. La gente vota por sus intereses, pero más por identificación cultural o moral con los candidatos. Así que había que forzar el contraste de modelos morales y tensar las emociones al respecto. Los oponentes tenían que ser un peligro para la nación, para la familia y para la riqueza. Eran enemigos. La Iglesia lleva años predicando, no el evangelio, sino el caos del laicismo, el odio de las feministas, la desaparición de la familia y del reducto más íntimo de lo que somos con los homosexuales. Aznar se apuntó a esa guerra civil cultural y Zapatero era casi ETA, o ETA entera. Siendo Aznar Presidente, cada atentado de ETA era una catarata descerebrada de acusaciones contra el PSOE. Aznar consiguió que los suyos odiasen a la otra parte. Rajoy fue más extremista que Aznar, pero no siguió esa pauta neocon. Por eso les parecía blando y de convicciones poco firmes.

La cosa es que a los neocon americanos les estalló Trump debajo de la mesa. Cultivaron un cóctel muy peligroso. Inyectaron a la vez desesperación y furia. La desigualdad disparó la pobreza y la desprotección. Y el estilo desabrido de proyectar furia contra el enemigo y señalar como enemigo al vecino llenó amplias capas de la población de indignación. Para eso estaban sus tertulianos y lacayos mediáticos. Y la bestia se hizo posible. Bush y los neocon no querían esto. Se oponen públicamente a Trump y ahora predicen tormentas de recesión económica, pero no por los liberales demócratas, sino por su colega republicano. Su programa no era el fascismo, pero ahí surgió. Europa no quiso cultivar el enfrentamiento cultural a la manera de los neocon, Aznar y la Iglesia. Pero quiso cortar de cuajo las veleidades de una izquierda alternativa de propósitos poco claros que asomaba cuando llegó la onda expansiva del derrumbe financiero de Lehman Brothers, las fatídicas consecuencias de tanta desregulación que habían practicado Bush y sus neocon. La UE escarmentó a todos en el culo de Grecia. El rigor en el tratamiento de la deuda griega con aquellos nefastos rescates llegó a niveles de crueldad. Y aquí en España fue también una práctica devastadora e innecesaria. Se podían haber hecho otras cosas, ahora lo dice ya la prensa mainstream. Había que escarmentar y advertir a los populismos de izquierda. Y ahora a la UE le estalla debajo de la mesa Salvini, Le Pen, Orbán y toda la ultraderecha europea, coordinada y fuertemente ayudada por el fanático americano Steve Bannon. El rigor extremo de la UE creó el mismo cóctel: desesperación y furia. Parar los pies al populismo de izquierdas no hace desaparecer la desesperación y la furia. Y ese combustible es fácilmente inflamable. Ahora en la UE crece el monstruo que quiere corroerla y dinamitarla de verdad. La izquierda quería un cambio de reglas, no la disolución de la Unión. Lo de la extrema derecha es otra cosa. Y ahora los padres del rigor presupuestario y fiscal, los adalides de los devastadores rescates griegos, están desbordados y no saben cómo parar esto.

Aznar es un grumo ácido del pasado y de él sólo hay que recordar esa estrategia de extender infamias y desquiciar nuestras apacibles diferencias como si fueran trincheras, para que la gente no vote guiada por sus intereses. Y que el ambiente resultante, cuando se le añade tanta injusticia como hicieron los neocon en EEUU y los yonquis del rigor fiscal en la UE, lleva a esa furia antisistema que acaba en Trump o Salvini. Por fortuna, en España el miedo a la inmigración es todavía bajo y Casado y Rivera andan despistados. El cuelgue de los inciensos santurrones del nacional catolicismo y de antiguallas franquistas los aleja de lo que está dando músculo a la extrema derecha en otros sitios. Son demasiado mediocres y poco intuitivos. Pero el combustible de la desigualdad y la indignación está derramado y es inflamable. Como en todas partes. Qué cuadro González y Aznar aclarándonos el rumbo de la historia.