Ramón García del Pomar, el rapsoda interminable

OPINIÓN

24 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Esther Canteli y Luis Ramón García del Pomar
Esther Canteli y Luis Ramón García del Pomar

Luis Ramón García del Pomar y San Emeterio. Bajo esta denominación de origen, que podría resultar ampulosa así de mano, se esconde un tesoro a buen recaudo. Y al descubrir de súbito este pecio levitante sobre las aguas, lo ampuloso se vuelve sencillo, y lo sencillo, amoroso, y lo amoroso, decente y por supuesto inteligente.

Ramón o Luis, o Luis o Ramón, o Luis Ramón, porque en este esqueleto preñado de neuronas que saltan a borbotones a la arena de la vida, hay más de un yo. Claro que hay más de un yo. Tantos como podáis imaginar, tantos como queráis acariciar y aprehender.

Lo convencional, lo fácil e incluso aburrido, sería enumerar a Luis Ramón, sería acotar a Luis Ramón como una suma de aptitudes muy loables, pero finitas al fin y al cabo. Y en Ramón montan tanto, tanto montan las aptitudes como las actitudes. Es un ser de infinito contenido e intangible continente. ¿Y sabéis por qué? Porque es libre. Por eso es un pensador, un mentalista, un poeta, un rapsoda, un infatigable inspirador de emociones…

Ramón es lo que quiera ser en cada momento. Es un auténtico mago del tiempo y del espacio, del cuerpo y del alma, al que ni siquiera Einstein podría relativizar. Estoy convencida que si Marco Vitrubio o Leonardo da Vinci anduvieran por aquí, el hombre para inspirar su arquitectura metafísica, la geometría del alma o la cuadratura del círculo, sería Ramón.

La poesía de Ramón es como él. Con una estética de filosofía pura y con una ética de trotskista luchador por la libertad, la dignidad y la revolución permanente. La escritura de Ramón es como él, inconmensurable, crítica, abismal, iconoclasta, enemiga de la posverdad. Y es que la única verdad de este pensador indescriptible es su yo auténtico, el que no engaña en el gesto, en la mirada, en el tacto, en el sabor, en el color. Y Ramón, cual río que va a dar a la mar, desborda en su autenticidad.

En estos días de intensa vivencia creativa junto a él podría relatar muchas sensaciones al lado de esta mente prodigiosa sumergida en un corazón infinito, pero tan solo voy a contar una historia…

Había una vez una niña soñadora, a la que su adorada y angelical madre le había relatado la historia de un tal Pelayo. Aquel Pelayo de la rapsoda Juana, que así se llamaba mi madre, había mamado las esencias asturianas de las miles de fuentes de los Picos de Europa, y había hecho de las muchas grutas allí existentes, sus templos de meditación y amistad. Aquel Pelayo, libre como el viento que sopla en estas montañas, había sido el leal discípulo de los eremitas que poblaban la tierra verde, frondosa y mágica donde había nacido mil años después la dulce Juana.

Cuando Ramón apareció ante mis ojos, volví a la infancia, y supe que era la reencarnación del eremita que mi madre había hecho viajar dentro de mí toda mi vida. Ramón, eremita en el teatro, lo era en la vida. No era un personaje, no era una persona, era un espíritu, como Pelayo y como Juana.

Y resulta que el espíritu se hizo carne y hueso, y aprovechando esta circunstancia, la semana pasada deambuló por Asturias presentando su última novela “Hijos de mentiras”. Por supuesto, como no podía ser de otra manera, las presentaciones de Ramón estuvieron en las antípodas de lo convencional y rompieron todos los esquemas preconcebidos sobre los momentos creativos, y en definitiva sobre el arte.