Un Millás falso

OPINIÓN

25 sep 2018 . Actualizado a las 20:24 h.

Leo novelas de Juan José Millás desde que tengo uso de tarjeta de débito.

Hace unos treinta años, estando de veraneo en León, me dio por entrar en la librería Pastor en busca de algún ejemplar que me proporcionase cierta tregua, no de las vacaciones, sino de un conflicto personal que me amargaba los días y me desvelaba las noches. De entre las miles de posibilidades ordenadas en las estanterías, una con el título Cerbero son las sombras sugería la posible satisfacción de mis expectativas. Y, efectivamente, este, su primer libro y mi primer libro suyo, me hizo conectar con una forma de leer el mundo que me era familiar.

Ya recurría ritualmente a Millás, leyendo su columna de los viernes en El País. Su peculiar forma de destilar la esencia surrealista contenida en la cotidianidad, que nos pasaría desapercibida sin sus relatos, me retrotraía a tiempos escolares en los que mi mayor placer era escribir la redacción para la clase de Lengua. Eran los únicos deberes que me absorbían hasta el punto de hacerme olvidar la televisión, que era, por otra parte, la única pantalla disponible en aquella época. Para describir «lo-que-hice-el-fin-de-semana-pasado», por ejemplo, me recreaba con variaciones tan fantásticas de los hechos que a veces el «profe» me recriminaba por exceso de ficción. Pero no podía, ni quería, evitarlo.

Algunos años después de mi primera inmersión en la novela millasiana, urdí mi relación con la madre de mis hijos leyendo en voz alta para ella Letra muerta, como si de un sortilegio se tratase. Y, como hiciera el Cyrano de Bergerac de Rostand con Christian de Neuvilette, Millás me proporcionó las palabras que encandilaron a la chica. Más o menos.

Estos días, un cuarto de siglo después de aquel hechizo, he tenido una extraña fantasía con Millás. Él escribe artículos para varios periódicos, pero no para este en el que escribo yo. No me digáis que no molaría compartir con un escritor al que admiras desde la juventud el espacio de opinión de un periódico, como lo comparto, por ejemplo, con Fernando Ónega. A mi madre, que le gusta mucho Ónega, le envío pantallazos cuando coincido con él en la sección de opinión de la web de La Voz de Asturias. Le hace mucha ilusión vernos «a la par», obviando ciertas distancias.

Para resolver esta faena del destino, me descargué una aplicación móvil, cuyo anuncio apareció espontáneamente, que recaba enlaces a los artículos de columnistas que tú eliges. Así, nuestros retratos, el de Millás y el mío, que acompañan a los títulos de los artículos que publicamos, sí aparecen juntos, dado que somos los únicos elegidos; no por vanidad, sino con ese propósito. Algo es algo.

Hace unos días, decía, mientras me deleitaba con la visión de ese compadreo digital un tanto forzado y rayano (qué palabra) al fetichismo, tuve esta fantasía en la que, a la hora de escribir cada uno por su lado el siguiente artículo, se producía una suerte de transferencia y contratransferencia psicológicas a través del ciberespacio.

Sucedía que una de esas madrugadas de desvelo, en las que decido levantarme horas antes de que suene el despertador, me sentía especialmente inspirado. Al otro lado de la ciudad, Millás, que, según dice, tiene como hábito levantarse a las cuatro de la madrugada para trabajar, encendía también su ordenador. Y nos poníamos a escribir simultáneamente. No sé si ocurría que el texto resultante de sus pulsaciones en el teclado aparecían en mi pantalla, y mi texto en la suya; o, mejor aún, que, por unas horas, internet me brindaba una conexión con su cerebro, dándome acceso a su maestría literaria, mientras que él, dada su inclinación a buscar trastornos mentales para sus personajes, tenía que conformarse con mis conocimientos de psicología clínica para actualizar el perfil de un tal Vicente Holgado.

Ya digo, no sé muy bien qué ocurrió; pero no salió bien del todo. Porque lo que yo envié al periódico esa mañana fue este artículo un tanto friqui que, además, nunca pasaría por un «Millás»; para qué engañarme.

En fin.