Roger Moore, entre el Santo y 007

Xesús Fraga
xesús fraga REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

El actor británico, que alcanzó la fama por ambos papeles de acción, que interpretó con elegancia y sentido del humor, falleció a los 89 años en Suiza

24 may 2017 . Actualizado a las 07:35 h.

La escena inicial de La espía que me amó, en la que James Bond se libra de sus perseguidores lanzándose con un paracaídas que se convierte en una gigantesca bandera británica, podría sintetizar la encarnación de Roger Moore como 007: atlético pero elegante, cosmopolita pero patriota. Con su aire patricio, suave y desahogado, al que se añadiría después su señorial sir, parecía haber nacido con el privilegio de quien consigue lo que quiere sin esfuerzo.

En realidad, se trataba de una ficción, como la de sus personajes. Su amigo Michael Caine se quejaba recientemente de las dificultades actuales para que un chico pobre se convierta en estrella de cine: ambos pusieron un pie en la industria cuando aún era posible para la clase trabajadora colarse por la puerta de atrás.

Roger Moore nació en Stockwell, en el sur de Londres, en 1927. Su madre era ama de casa; su padre, policía. Desde joven se sintió atraído por el mundo de la escena y de adolescente se afanó en buscarse papeles como figurante, que complementaba con trabajos alimenticios. En 1945 lo contrataron como legionario en César y Cleopatra, donde llamó la atención del ayudante de dirección, Brian Desmond Hurst, quien lo convenció para que estudiase interpretación con el incontestable argumento de pagarle las clases. Moore nunca tuvo reparos en admitir su buena estrella: «El 99 % del secreto del éxito es la suerte, estar en el lugar adecuado en el momento adecuado». No en vano tituló su autobiografía One Lucky Bastard (Un cabrón con suerte).

No obstante, tras ese primer relámpago, la fortuna empezó a esquivarle. Tuvo que dejar una compañía teatral para cumplir con el servicio militar, que lo llevó a Alemania occidental. A su vuelta se vio obligado a empezar de nuevo, con papeles diminutos que tenía que complementar con ingresos suplementarios como modelo. Necesitaba un cambio, doble en su caso: se fue a Estados Unidos y se buscó la vida en televisión, donde pasó sin pena ni gloria, para regresar a Inglaterra. Filmes de época, algún wéstern... hasta que llegó El santo.

Convertido por primera vez en protagonista, Moore sacó todo el partido a su personaje de Simon Temple, una especie de Robin Hood moderno que robaba a ricos y personas de dudosa moral. Entre 1962 y 1969 grabó seis temporadas y 118 episodios, y alcanzó una fama que le acarreó las inevitables comparaciones con el Bond que entonces interpretaba Sean Connery. Moore ya había destacado por los rasgos que luego proyectaría sobre su propio 007, lo que lo convertía en el candidato idóneo a suceder a Connery; lo malo es que contractualmente estaba atado y en 1969 el agente tomaría el aspecto de George Lazenby.

Pero Moore tenía buenos motivos para consolarse. La televisión siguió dándole alegrías. Inició la siguiente década junto a Tony Curtis -recibió la suma, excesiva entonces, de un millón de libras- para interpretar en The Persuaders a una pareja de playboys de gira por Europa, donde consolidó su fama.

La conquista norteamericana -y planetaria- tendría que esperar a James Bond. Moore se estrenó en la saga en 1973 con Vive y deja morir, a la que le seguirían otros seis títulos: El hombre de la pistola de oro, La espía que me amó, Moonraker, Solo para tus ojos, Octopussy y Panorama para matar. Igualó el número de Bonds de Connery y abandonó el personaje con 58 años, algo que, en el contexto del actual debate sobre la edad de los intérpretes en general -y de 007 en particular- haría de él un anciano. 

Un James Bond atípico

Pero Moore fue un Bond atípico. Con un humor desmitificador y autoparódico, afrontó el personaje como lo que era, un superhéroe excesivo hasta resultar increíble. «Un espía es alguien sin cara, no un tipo al que todos conocen por su nombre y saben lo que bebe», decía. Para él, el mejor 007 era el de Connery. Tampoco tenía reparos en declarar su admiración por el de Daniel Craig. Paradójicamente, creía que Connery, a pesar de su extensa filmografía, tenía miedo de ser recordado solo por Bond; a él, en cambio, que poco más había hecho, la posteridad no le inquietaba: tras su personaje, sus actuaciones en el cine fueron poco más que anecdóticas.

Como Connery había hecho con las Bahamas, Moore vivía entre Suiza y Mónaco para evitar unos impuestos que juzgaba excesivos, aunque sus compatriotas fueron más benevolentes con él, quizá porque colaboró con ahínco con Unicef, adonde lo llevó Audrey Hepburn. Ya mayor, decía que si le quedase un día de vida se prepararía un martini: a diferencia de Bond, con ginebra y no vodka. Y, antes de morir a los 89 años a causa de un cáncer, decía que solo tenía una espina clavada: no haber sido Lawrence de Arabia para David Lean.