Dustin Hoffman, el triunfo del tipo corriente

JOSÉ LUIS LOSA

CULTURA

Cumple ochenta años y la onomástica es, en realidad, otra brazada hacia el «maelstrom», la corriente trituradora que engulle los restos de la mejor época del cine norteamericano. Es inminente el estreno en Netflix de «The Meyerowitz Stories», en la que se atisban, aún fatigadas, las máscaras de este antihéroe.

21 ago 2017 . Actualizado a las 00:25 h.

Hoffman fue como una aparición icónica, un santo súbito, en uno de los filmes fogonazo de aquella revuelta contra los grandes estudios. Esa película que nos reveló a uno de los actores vertebrales del último cuarto del siglo XX del cine norteamericano era El graduado. Aunque su personaje de amante de la señora Robinson no los aparentase, Dustin Hoffman había cumplido ya los treinta y se anticipó a ese puñado de compañeros de generación -los Nicholson, De Niro, Pacino, James Caan, Elliot Gould- que de inmediato tomarían el relevo del viejo star-system.

Fue en esos años inmediatos al éxito de El graduado cuando más profundizó Dustin Hoffman en el riesgo, al encarnar al enjuto tuberculoso de Cowboy de medianoche (1969), al desmitificador del western incrustado como subversivo pícaro de Pequeño gran hombre (1970) o al autodestructivo y provocador entertainer antisistema Lenny Bruce en Lenny (1974). También es entonces cuando se embarcó en una de las insobornables bacanales de violencia y transgresión de Sam Peckinpah, con quien rodó en las Highlands Perros de paja.

A partir de ahí, pareciera que ese colosal bagaje engullese, en cierto modo, al Hoffman libérrimo. Y lo llevase a la fórmula del ticket de megaestrella al medirlo en tándem con Steve McQueen (Papillon) Robert Redford (Todos los hombres del presidente) o Laurence Olivier (Marathon Man). Creo que en este filme del inglés John Schlesinger, quizás quien mejor leyó su talento bifronte, alcanzó el actor su cima, la del tipo de físico corriente, quebradizo, enfrentado al horror conspiranoico. El ratón que rugió. Existe un claro vínculo entre este neoyorquino del filme de Schlesinger, que conoce al Ángel de la muerte, y en el personaje al que Peckinpah confrontaba con la brutalidad hobbesiana, que obligaba al actor a devolver reflejos de propia y recóndita monstruosidad desde su mirada de aún juvenal graduado. Y tal vez nunca fue Hoffman más grande que en este duet de cine del desasosiego que conforman Marathon Man y Perros de paja). De esos tours de forcé salió ya propulsado como estrella para todos los públicos: el hecho de que su primer Oscar llegase con película tan blanca y esponjosa como Kramer vrs Kramer marcaba el precio de la fama.

Camaleónico

Su aura de actor camaleónico se corona con Tootsie. Y ese cliché de hombre de las mil caras llevó su carrera a una cierta esclavitud: los disfraces para la sensacional Ishtar, naufragio dantesco en taquilla necesitado de urgente reivindicación; para el autismo de salón de Rain Man (que le valió su segundo Oscar), para el malote de Dick Tracy o el Capitán Garfio del spielbergiano Hook. De esta etapa -que a punto estuvo de matarlo de éxito- resurgió con unas cuantas películas eminentes: su gánster Dutch Schultz de la grandiosa Billy Bathgate, el capriano vagabundo de Héroe por accidente, el quinqui de poca monta de American Buffalo (una de las mejores adaptaciones para el cine del teatro de David Mamet), la cáustica farsa sobre la política de Washington como plató de telerrealidad, la tan anticipatoria La cortina de humo. A partir de ahí, coincidiendo con el fin de siglo, la carrera de Hoffman inicia una deriva ineluctable hacia la banalidad: las cintas del género apocalíptico Estallido y Esfera, las comedias de la franquicia Los padres de él… y una serie de catastróficas desdichas, papeles erráticos, así durante los últimos quince años. Para las nuevas generaciones, este totémico animal actoral que supo erigirse en gigante desde la suprema fragilidad se reduce solo a la voz de Shifu en Kung-Fu Panda. En Netflix (The Meyerowitz Stories) podremos ver la máscara del fatigado héroe.