Michaux, vanguardia de un solo artista

Xesús Fraga
Xesús Fraga BILBAO / ENVIADO ESPECIAL

CULTURA

LUIS TEJIDO | Efe

El Museo Guggenheim de Bilbao documenta la búsqueda del «otro lado» de la realidad a través de la creación y la exploración mental del escritor y artista

02 feb 2018 . Actualizado a las 08:20 h.

A Henri Michaux (Namur, Bélgica, 1899-París, 1984) se le han buscado afinidades con algunos de los movimientos creativos más carismáticos del siglo XX, en especial el grupo de los surrealistas. Pese a sus conexiones con ellos, el artista y escritor nunca se adscribió a ninguno. Figura inclasificable, su búsqueda incesante más allá de convencionalismos y corsés no le permitía dejarse atrapar por etiquetas o manifiestos. Michaux fue vanguardia de un solo hombre, él mismo, y, de tener que ponerle un nombre, sería el de «fantasmismo»: su obra recoge las huellas de quien sale al encuentro de lo inesperado, y que suele materializarse en el rostro de lo que nos parece un espectro.

Esta indagación en el reverso de la realidad a través del arte y el ensanchamiento de la percepción mental vertebra la exposición que le dedica el Museo Guggenheim de Bilbao. El otro lado reúne más de doscientas piezas, entre obras y objetos reunidos en vida por Michaux -principalmente instrumentos musicales y esculturas etnográficas-, que dan cuenta de su afán exploratorio.

Tres salas

Michaux consideraba la pintura naturalista europea una «banal repetición de la realidad», en palabras del comisario de la muestra, Manuel Cirauqui, y no fue hasta que conoció el trabajo de Klee y Ernst que supo de un arte que permitía a uno fabricarse su propia realidad a través de un tránsito al otro lado. Ese estado de movimiento continuo entre lo vivido y lo imaginado se articula en un recorrido de tres de las inquietudes del creador, concretadas en otras tres salas del museo: la figura humana, el alfabeto y lo que aquí se ha llamado la «psique alterada».

En el inicio de este recorrido conviven esas máscaras y figuras de procedencias exóticas (Costa de Marfil, Borneo o Sumatra) con obras de los años 30 en las que Michaux aplica sobre un fondo de nocturnidad la fosforescencia del color. Esa negrura, que le permitía ignorar la perspectiva y la representación convencional de la realidad, según explicó el responsable de los archivos del artista, Franck Leibovici, fue uno de los primeros pasos hacia lo inédito e inesperado. Michaux sondeaba la materialidad del papel para hacer aflorar figuras que se encarnaban en cientos de rostros: incluso cuando perseguía el autorretrato, Michaux revelaba rasgos siempre nuevos. «Uno nunca está solo con su piel», describía.

La segunda sala acoge otra de las obsesiones de Michaux, la relación entre el trazo y el signo. Los ideogramas chinos, la escritura en tablillas de civilizaciones antiguas eran referentes para explorar el envés del alfabeto y liberarlo de significación prefijada. El suyo no era un interés semántico, sino rítmico, como se aprecia en sus letras dibujadas, a las que les crecen piernas o pelo. Incluso llegó a tentar la utopía, consciente de antemano de su fracaso seguro, con un fantasioso idioma gráfico que fuese inmediatamente comprensible por cualquier persona en cualquier lugar del mundo.

Psicotrópicos

El otro lado se cierra en una tercera y última sala con una selección de las huellas gráficas de la experimentación de Henri Michaux con las posibilidades de los perceptores de la mente. Para ello se valió de una amplia variedad de psicotrópicos, siempre con supervisión de médicos, entre ellos el neurólogo bilbaíno Julián de Ajuriaguerra. Si los profesionales de la salud querían constatar los distintos efectos de diferentes drogas, Michaux lo que quería era abrir otra vía, esas «puertas de la percepción», en expresión de Aldous Huxley, para acceder a los confines remotos de su mente. Lejos del hedonismo o los usos recreativos, se impuso el rigor de la experimentación científica, cuyos resultados son unos dibujos -aquí presididos por una estatuilla mexicana a la que Michaux llamaba cariñosamente Mescalito- que parecen reflejar esa realidad cerebral oculta: los intersticios secretos del pensamiento.

La música fantasma que escuchó Boulez

Michaux fue un escritor prolífico, pero todavía lo fue más como artista. Dibujó incansablemente sobre miles de papeles, de los que se conocen apenas una pequeña parte. Además de a sus libros y sus grafismos, también se dedicó a la música, pero no se guarda ninguna grabación: se dice, eso sí, que Pierre Boulez pudo escucharlo y dictaminó que el Michaux instrumentista estaba a mayor altura que el poeta o el pintor.

Reivindicado tanto por autores como André Gide, pintores como Bacon o el movimiento cultural que afloró en la década de los 60 del siglo pasado, Michaux ha sido una referencia para contemporáneos y creadores posteriores, que han visto en él el genio visionario de quien reta siempre la percepción establecida e inventa nuevas realidades.