El documental siempre estuvo ahí

Tamara Montero
tamara montero SANTIAGO / LA VOZ

CULTURA

La no ficción es el último gran objeto de deseo de las audiencias gracias a los nuevos modos de contar

25 ene 2019 . Actualizado a las 19:22 h.

Solo había que poner un pie en una cafetería cualquiera y fijarse un poco en las caras de la gente. Seguramente, una cuarta parte de las mesas tenían un tema de conversación: Making a Murderer. Todo empezó a volverse efervescente en el 2015, cuando desde el otro lado de la pantalla brillaban los ojos azulísimos de Steven Avery y una serie documental contaba los diez años en los que fue encarcelado y mientras sacaba a la luz la corrupción policial que lo había condenado fue acusado de un nuevo crimen. La efervescencia se ha convertido ahora en cascada. La audiencia se ha vuelto adicta a la no ficción.

Las conversaciones fluctuaban a la altura del 2015 entre Steven Avery y su inmediato predecesor, el millonario Robert Durst, colocado delante de la cámara de Andrew Jarecki para hablar de dos asesinatos en los que había estado sospechosamente cerca de la escena del crimen en The Jinx.

Hoy, la cuarta parte de las mesas de las cafeterías hablan de un pedazo de una verdad absolutamente increíble. Una historia de tintes delirantes que sí ocurrió en Wasco: la llegada de los seguidores de Bhagwan Shree Rajneesh para crear una sociedad paralela en Oregón central. Wild, Wild Country ha sido uno de los éxitos documentales de los últimos meses, llamado a ser sustituido por estrenos como I am a Killer, el documental de true crime definitivo, que coloca en crudo a condenados del corredor de la muerte delante del objetivo para que relaten sus crímenes y sus motivaciones. En España, Buscadores de Naufraxios, que se estrena mañana en TVG, muestra pecios hundidos en la costa gallega como nunca se habían visto antes en televisión y Dos Catalunyas (Netflix) intenta desenredar un poco la maraña del procés. La lista de estrenos del otoño incluye The Devil We Know en Movistar+, una historia con reminiscencias a aquella Erin Brockovich que le valió a Julia Roberts un Óscar, un Globo de Oro y un premio Bafta. Un grupo de vecinos de West Virginia se enfrentan a las grandes corporaciones como 3M o DuPont por verter a sabiendas productos químicos tóxicos al agua. 

The Devil We Know es una fórmula conocida. David contra Goliat. Como la reconstrucción de crímenes. «O outro día falabas de true crime e lembreime de Crímenes imperfectos. Iso da reconstrución de crimes particulares fíxose toda a vida». Beli Martínez es productora de documentales e investigadora de la Universidade de Vigo. El documental siempre estuvo ahí, pero sí «hai unha reformulación» de cómo se hace. De cómo cuenta lo que cuenta.

Ficción aplicada a la realidad

No solo son los presupuestos -mucho más altos y que permiten invertir más en rodaje, posproducción y sonido, por ejemplo-, sino la aplicación de técnicas narrativas de la ficción a la no ficción. «Ata hai pouco un documental entendíase case como unha peza illada, un principio e un final», sin hilo ni trama. Eso ha cambiado. The Staircase, que Netflix relanzó este año, podría coronarse como la reina del cliffhanger y de los giros de guion. La serie original, que se estrenó en el 2004, cuenta la historia de Michael Peterson, condenado por el asesinato de su esposa Kathleen, que apareció al fondo de la escalera de su casa. ¿Se había caído o la habían atacado? Netflix le añadió tres nuevos episodios con la resolución de un caso lastrado por la homofobia, la mala conservación de pruebas y los testimonios falsos. «Empézase a traballar o documental con estratexias da ficción».

¿Es más difícil rodar ficción o no ficción? «Son formas diferentes de facer cine, de posicionarte», aclara Martínez. Varía el gesto. «Ás veces é moi difícil distinguir un documental dunha ficción, ás veces pregúntanche que estás a facer e dis, non sei, unha película». Es una película, claro. ¿Qué diferencia un documental de una ficción? «Pois o que eu considero que é un documental», afirma la investigadora.

Y no solo eso. El género documental, durante los últimos años, ha conseguido desprenderse de algunos complejos. «Ás veces no documental téndese moito a tratalo como información, que non se note a man dunha persoa que hai detrás». Y sin embargo, la objetividad no existe. Porque siempre hay alguien tomando decisiones. La última oleada de documentales no solo no lo oculta, si no que está orgulloso de ello. «Quizais tamén ese é o éxito destas series, que teñen unha autoría, que se distancia desa especie de documental monoforma». Ahora se ve una mano que imprime «un xeito particular de facer» en la historia que está contando.

Eso es también lo que ha ocurrido con los nuevos creadores gallegos. «Hai toda unha vaga de creadores que están innovando ou reformulando o xénero documental» como Lois Patiño o Eloy Domínguez Serén. Que buscan una voz propia. Que buscan su manera de hacer.

Lo mismo ocurre con las producciones de las grandes plataformas. Se distingue cuál es de Netflix y cuál es de HBO. Hay un sello. Una impronta. «Quizais a clave sexa esa, unha autoría, que non haxa a procura dunha homoxeneidade», explica Beli Martínez, que introduce otro matiz que puede explicar esa efervescencia que comenzó en el 2015: un cambio en el paradigma social.

Sin miedo a las cámaras

«Agora case todo é filmado ou filmable». Cada persona lleva en su bolsillo una cámara. La posibilidad de entrar y filmar en lugares que antes eran impensables se ha multiplicado. Las personas tienen ahora mucho menos reparo en ser grabadas. Es la era del reality. De la realidad filmada.