Pan tumaca, uno de los símbolos más controvertidos e identitarios de nuestra gastronomía

Ana Vega Pérez de Arlucea COLPISA

SABE BIEN

En España no hay apenas casas o bares donde no se consuma de vez en cuando un desayuno que, fuera de nuestro país, es un gran desconocido

28 may 2021 . Actualizado a las 09:09 h.

Allá por la era mesozoica, cuando las fronteras se traspasaban alegremente y los desconocidos aún te estampaban besos húmedos en las mejillas, estuve de vacaciones en la costa del Alentejo. Imagínense una casa rural entre alcornoques y vientos del Atlántico y una anfitriona que, haciendo justa fama a la sempiterna hospitalidad de nuestros vecinos portugueses, se esforzaba cada día por ofrecer un desayuno aún mejor que el anterior. Yogur, leche y mermeladas caseras, pan de pueblo, fruta del huerto, repostería artesana y un «azeite do norte alentejano» que daba gloria verlo. El caso es que en aquel maravilloso repertorio desayunil encontraba yo a faltar los tomates, y como había visto que la dueña de la casa los cultivaba, me atreví a pedirle uno. Muito obrigada y tal. La señora nos miraba por el rabillo del ojo, intrigadísima, y al final se volvió a acercar a la mesa para preguntar si es que acaso queríamos una ensalada. En entrecortado portuñol conseguí explicarle que no, que lo que queríamos era partir el tomate y restregarlo por el pan. La amable matrona lusa nos miró como si nos faltara un tornillo, pero en menos de cinco minutos la mitad de los huéspedes se levantaron a pedir sus propios tomates. Los españoles que estaban allí me sonrieron agradecidos y seguramente ese es el momento en el que más unida me he sentido a mis compatriotas en toda mi vida, con un tomate abierto en la mano y una rebanada de pan en la otra.

No sé qué me sorprendió más, que en el cercano Portugal no entomataran el pan o la silenciosa hermandad que se creó entre españoles del norte, sur, centro, este y oeste a través de algo tan simple como un gusto compartido. Puede que esa entrañable fraternidad en torno al pan con tomate y aceite solo se dé cuando nos sentimos forasteros en tierra extraña, porque aquí siempre acaba siendo tema de discusión. Para que vean ustedes cómo anda el patio, sepan que hace pocos días al escritor Juan Gómez Jurado le llamaron imbécil, fascista y colonizador por preguntar en Twitter si «en el pantumaca» se echa primero el aceite o el tomate. Cierto es que la RAE aún no ha admitido esta palabra en su diccionario y que a mí personalmente me da dentera visual, pero no faltará mucho para que la institución que limpia, fija y da esplendor acepte con los brazos abiertos este término macarrónico. Simplemente porque está ahí, existe y su uso entre los hispanohablantes será registrado en el diccionario tal y como se ha hecho con «almóndiga», «güisqui», «carpacho» u otras palabras que pueden provocar hemorragias oftálmicas. «Pantumaca» es una construcción cañí y reducida de la expresión catalana pà amb tomaca.

Quienes se desgañitan diciendo que la versión correcta es pà amb tomàquet olvidan que antes de que el idioma catalán fuera sistematizado y codificado por Pompeu Fabra existían casi tantas maneras de denominar el Solanum lycopersicum como variedades hay de esta planta. En Cataluña, Valencia, Baleares y sus respectivas regiones, el colorado fruto se conocía como tomaca, tomata, tomátic, tomatech, tomàquet, tomátiga e incluso domatiga.

Incorporado a la cocina mediterránea en el siglo XVIII, el tomate fue uno de los muchos complementos que los campesinos añadían al pan para adornar su gusto y completar su aporte nutricional. El suplemento más antiguo fue sin duda el aceite de oliva, compañero fiel del pan en toda la cuenca del Mediterráneo desde Andalucía hasta Grecia, pero la tradición gastronómica catalana también nos habla de pan con ajo, con higos o mojado en vino y azúcar.

Controvertido origen

Usar un jugoso tomate para empapar el pan duro o tostado es algo a priori tan sencillo que han corrido ríos de tinta (y alguna torta que otra) acerca del origen geográfico de este invento. La popularidad del pà amb tomàquet en Cataluña ha convertido este bocado en un símbolo identitario, tan vinculado a su cultura que hay quien por fastidiar a los nacionalistas se ha obcecado en intentar quitarles la paternidad pantomatera. Que si lo llevaron los trabajadores murcianos del tranvía barcelonés en los años 20, que si la media con tomate andaluza. Por supuesto que el pan con tomate se come también en esos lugares, pero ni lo hicieron antes que los catalanes ni con más ahínco que éstos. Decía Manuel Vázquez Montalbán en su novela Tatuaje (1974) que «así como hay una koiné lingüística y podemos precisar el origen común de las lenguas arias en el indoeuropeo, hay una koiné gastronómica evidente, uno de cuyos síntomas científicos es el pan con tomate». Según el padre del detective Carvalho el pan con tomate materializaba el feliz «encuentro entre la cultura del trigo europea, la del tomate americana, el aceite de oliva del Mediterráneo y la sal, esa sal de la tierra que consagró la cultura cristiana». La próxima semana les daré pruebas irrefutables de que el pantumaca no es murciano ni parisino ni de ninguna otra nacionalidad que hayan querido endilgarle salvo la catalana. Hablaremos también de Néstor Luján, de ermitaños panarras y de cómo sería mejor buscar en la historia antes de enfadarse por cómo unos llaman a lo que sentimos nuestro o por cómo los otros se apropian de lo que creemos de todos. La koiné cultural y la hermandad hispánica están en el tomate untado y los desayunos vacacionales.