«Palais de justice», Bruxelles

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Javier Albisu | EFE

El edificio en el que tuvo que declarar el viernes Carles Puigdemont es la gran obra de Joseph Poelaert, quien, según la leyenda, murió loco

19 nov 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

El viernes estaba pendiente de la declaración de Carles Puigdemont ante el juez en Bélgica y, como tantas veces, acabé fijándome en lo accesorio. La retransmisión en directo mostraba el Palacio de Justicia, ante el que yo pasaba casi todos los días cuando vivía en Bruselas. Me fascinaba ese edificio inmenso, desmesurado, siempre envuelto en andamios, inquietante. El Palais de Justice (o Justitiepaleis, en flamenco) es la gran obra de Joseph Poelaert, quien, según la leyenda, murió loco. Fue el mayor edificio que se construyó en el siglo XIX, y aún hoy es el mayor de Bélgica. Me interesa el alma de los lugares y este tiene un espíritu particularmente atormentado. Poelaert era un artista insomne y con el Palais de Justice parece que se le fue la mano. Le habían pedido una obra colosal y le salió una pesadilla.

El resultado es este mastodonte que domina la ciudad, más como una amenaza que como una promesa de protección. Desde la Rue Livourne semeja un cachalote varado a lo lejos; desde la Rue de la Regence parece King Kong batiéndose el pecho. A Freud, que de deseos ocultos sabía algo, le parecía que «tenía algo de asirio y de babilónico», y es cierto que hay en él algo opresivo, más el templo de un dios vengativo que un monumento a la legalidad ilustrada. A Hitler le entusiasmaba, y su arquitecto Speer lo tomó como modelo para las futuras obras del Reich. Orson Welles pensó en rodar allí su versión de El proceso de Kafka, aunque las autoridades belgas no lo permitieron.

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Mi teoría es que todo esto se debe al lugar en el que se levantó, en la colina de Galgenberg. Este había sido el lugar en el que, antiguamente, se ahorcaba a los criminales. Además, el tamaño del edificio llevó a expropiar terrenos en el vecino barrio de Les Marolles, unas calles «llenas de socialismo y vicio», como decía la prensa de la época. El propio Poelaert vivía allí. Los vecinos le llamaban, en dialecto bruselense, Skieven Architet, el arquitecto malvado, y escupían a su paso. Todavía hoy, en este barrio popular, «arquitecto» se emplea como insulto. También se dice que los gitanos de Les Marolles maldijeron al constructor en una ceremonia solemne, y que por eso murió loco.

En realidad, Poelaert no murió loco, únicamente murió solo. Pero es difícil contemplar el edificio sin sentir una opresión en el pecho, una sensación inquietante. Basta con saber que en el lugar donde ahora se celebran las vistas y se dictan sentencias, colgaban, durante días, al sol y al frío, los condenados, sobre una flora de mandrágoras. Y si les preguntas, los ujieres te dicen que es verdad que el edificio está maldito: es imposible vigilar todas sus puertas y recovecos, y se han dado muchos casos de fugas de prisioneros. Algunos han logrado esconderse en el laberinto de pasillos y escaleras y se ha tardado días en encontrarlos. La justicia, cuando es tan grande, está llena de agujeros. Recuerdo que en el 2010 un hombre descontento con una decisión judicial se presentó en una de las dependencias del Palacio de Justicia armado con un hacha y una pistola, descerrajó un tiro en la cabeza a la jueza en plena sala de audiencias, y se dio a la fuga sin que nadie fuese capaz de detenerle. La crónica que leí entonces en Le Soir decía que en la sala «quedó flotando un fuerte olor a azufre», como si se sospechase del diablo mismo.

Al verlo otra vez el viernes en televisión volví a pensar lo que pensaba siempre cuando lo contemplaba en persona: que el Justitiepaleis de Bruselas es una metáfora de la justicia humana. Qué es lo que quiere decir la metáfora, eso ya no lo sé.