«Estamos vivos gracias al café»

Héctor Estepa APONTE

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HÉCTOR ESTEPA

La localidad colombiana de Aponte cambió el opio por un cultivo que ha transformado la vida indígena

16 jul 2018 . Actualizado a las 08:58 h.

Al resguardo indígena de Aponte se le derrumbaron las entrañas hace dos años. Un movimiento de tierra provocó la desaparición bajo la ladera de parte de la pequeña aldea. Las casas que sobrevivieron al borde del precipicio, esqueletos inhabitados ahora, dan cuenta de la adversidad.

No ha sido la única que han vivido los inga, habitantes del humilde poblado, hogar de unas 2.500 personas, perdido en las montañas de Nariño, al sur de Colombia. Hubo una época en la que llegaron a ver cuatro asesinados por semana. Hasta que decidieron cambiar de vida.

«Este es un pueblo que desde 1985 fue afectado por todos los grupos armados. Primero las guerrillas. El M19, el ELN, las Farc… Después por los paramilitares y también por el narcotráfico. Especialmente por lo que se llama cultivos de amapola (opio). Estuvieron durante 12 años y en ese tiempo el pueblo estuvo al borde de la extinción física y cultural», lamenta Hernando Chindoy, uno de los líderes de la comunidad.

En su época de máxima extensión, los cultivos ilícitos en la zona alcanzaban las 2.500 hectáreas. Daban, por supuesto, mucho dinero a un lugar muy pobre. «Recibíamos entre 4.000 y 8.000 millones de pesos por semana (entre 1,1 y 2,2 millones de euros) y sin embargo nunca avanzamos en educación, en salud, en temas de economía… Al contrario, lo que había era más violencia. Cada semana siempre había un muerto. Y era complicado, porque para 1990 éramos 1.600 personas, pero para 1994 habíamos crecido a más de 35.000 en esta comunidad», rememora Chindoy.

Las historias de los campesinos más veteranos de la zona dan cuenta de esa violencia. De asesinatos frente a la pequeña escuela local. De guerrilleros que pasaban por la aldea y se metían a dormir en las casas particulares. Protestar no era una opción.

Cómplices de los daños

Unos años después los inga decidieron cambiar. «La comunidad discutió internamente cómo podía continuar viviendo. Decidimos no seguir con los cultivos de uso ilícito, porque somos cómplices de los daños que le estamos causando a nuestra vida como pueblo, a la de otros seres humanos y a la de la tierra. En 2004 lo dejamos», explica Chindoy.

La solución para sobrevivir la encontraron en un pequeño grano de color rojizo. El café salvó Aponte, creen sus habitantes.

«La gente dijo no más. Y empezamos a plantar café. En este momento tenemos a unas 320 familias que viven de él. Cosechamos 280 toneladas cada año. Estamos a entre 1.800 y 2.300 metros de altura sobre el nivel del mar y, por supuesto, sale un café muy bueno», dice Chindoy, que ayuda a administrar una tienda en Bogotá de Wuasikamas, una de las marcas producidas en el lugar. Fue premiada en 2015 con el Premio Ecuatorial de Naciones Unidas al desarrollo sostenible local.

«Le ha gustado a la gente. Nos han dicho que es un esfuerzo de resistir. Y eso lo sabemos. Para estar aquí vivos hemos resistido más de 500 años por estar perviviendo física y culturalmente», cree Chindoy. Los Inga han conseguido que todo el proceso de producción, desde la recolección hasta el empaquetado, se haga en Aponte. Se organizan de forma cooperativa.

En la pequeña aldea entra ahora mucho menos dinero que antes, pero el lugar es mucho más tranquilo. «Hay una pobreza económica, pero la vida es distinta. Uno antes estaba secuestrado en su propia casa. No podemos explicar cómo estamos vivos sin el café y el proceso de transformación que hicimos. Tuvimos atentados y fuimos amenazados», dice Chindoy.

Podrían seguir sus pasos otras comunidades campesinas dedicadas ahora a la siembra de amapola y coca. El pacto entre Colombia y las FARC, de 2016, creó un programa de sustitución de cultivos de uso ilícito. Incluye un proyecto de ley que impediría la persecución penal de campesinos que acaben con plantaciones ilegales. Una experiencia que podría desarrollarse también en México.