El ojo del huracán

OPINIÓN

Pedro Sánchez,  durante el debate de la moción de censura de Vox
Pedro Sánchez, durante el debate de la moción de censura de Vox

31 oct 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Últimamente cada vez que las circunstancias concentran la atención en las derechas, a su actuación ante los focos le sigue un momento de calma y como de inercia mansa en el que se desinflan. Fue el caso de Rivera, cuando mandaba en las encuestas, le llovían padrinos y la prensa lo encumbraba. Se mostró entonces de cuerpo entero en aquel acto de España Ciudadana, soltó la parida de que solo veía españoles, Marta Sánchez llenó de babas el himno nacional y se quedó sin padrinos, sin España Ciudadana y sin España a secas. Luego vino la concentración en la Plaza de Colón contra Sánchez y por España. Iba a ser la segunda Reconquista o algo así, pero el acto fue desnutrido y la foto de Colón solo sirvió poner en el carné de identidad de las derechas y en sus tripas bajas a Vox. En el confinamiento Vox, Ayuso y el PP ensuciaron la vida pública con estridencias de baja estofa. Entonces Vox quiso coronar aquel follón con manifestaciones de coches por toda España, a ver si de esta sí iba la segunda Reconquista. Solo tuvieron unas docenas en cada sitio y a partir de aquel día se acabaron las cacerolas. En la moción de censura Abascal iba a verter su veneno y Casado debía ahogarse en él. Pero Casado replicó como mandan los cánones de la buena comunicación: fue certero y redefinió el momento político. Abascal quedó en ridículo, Cayetana y Ayuso tartamudas y Casado pareció un líder. Y después de aquello otra vez la calma, esta vez no por cortedad, sino por desconcierto.

Vox quedó ridiculizada, pero el PP quedó sin guion y se miran unos a otros sin saber qué hay que hacer ahora, si seguir insultando vestimentas y delirando estalinismos o ponerse circunspectos. Sánchez tuvo que parar máquinas en lo del CGPJ y en más cosas, porque no puede parecer un izquierdista atrincherado que no tiende la mano al «centro» político. C’s, con un PP apretando el centro por la derecha y un PSOE apretándolo por la izquierda, corre el riesgo de salir despedido como cuando se presiona una espinilla con dos dedos. Todo en calma, pero es la calma del ojo del huracán flanqueada por borrascas y amenazas.

El virus sigue ahí y, con él, el derrumbe económico y político. El ridículo de Abascal no afecta al veneno de la ultraderecha. En España, como en otros países, la extrema derecha tiene su nutriente en grupos encrespados y bien financiados, con causas dispersas, que distorsionan descontentos sectoriales, confunden a los políticos con la democracia para descalificarlos juntos y encapsulan su agitación en emociones compulsivas de tipo religioso, patriotero o racial. El año que viene puede ser peor que el actual. Esa es su apuesta y estarán ahí para extender su tufo autoritario y azuzar confusión. Baste pensar en el caso de Juan Carlos I. Los delitos de los que hay indicios son de enorme perversión y trascendencia. La confusión mezcla la corrupción de un Jefe de Estado protegido por una inviolabilidad anacrónica con la Monarquía, embrolla la Monarquía con la Constitución y la Constitución con la democracia y gente de distintos pelajes acaba apoyando el derecho a delinquir diciendo defender la democracia. Los ultras seguirán ahí esperando el caos. Pablo Casado no giró al centro, porque la derecha desconoce la civilización si no gobierna. El PP es parte de la amenaza del huracán. Y la Monarquía es parte de la confusión.

El estado de alarma que acompaña a la emergencia sanitaria es un mecanismo delicado que hay que manejar como se maneja el ácido. No se trata del masaje agradable que siente cualquier gobierno con poderes especiales. Se trata de cómo prende la excepción prolongada en la mente de la población y cómo estimula pulsiones autoritarias en los cuerpos del Estado. El estado de alarma, de una extensión u otra, es inevitable. Es imposible detener los contagios con una vida normal. Y es hasta cierto punto un consuelo que no se pueda afectar a la vida normal de la gente y a sus derechos con la gestión política ordinaria y haya que recurrir a un mecanismo de excepción con controles excepcionales. El problema es el cóctel. La polarización lleva a tolerar lo intolerable y a denigrar sin límites y, en estado de alarma, naturaliza rasgos autoritarios como si fuesen normales. Enric Juliana repara en el nombre de la última operación de la Guardia Civil en Cataluña: «Vóljov», el nombre de la operación de la División Azul en Leningrado al servicio de los nazis. Es el tipo de audacia que indica que las alcantarillas están abiertas y que en estado de alarma juegan en casa. El estado de alarma es un momento autoritario que cualquier Constitución define para ciertos fines y siempre con controles estrictos. No entiendo su modulación autonómica. El Parlamento controla los poderes especiales de Sánchez. Pero si delega parte de sus excepcionales poderes en los gobiernos autónomos, ¿quién controla los poderes especiales de Barbón que le otorga Sánchez? ¿Puede delegar el controlado Sánchez sus poderes de alarma a agentes a los que no puede controlar el Parlamento? ¿No es eso lo que se le está permitiendo a Ayuso, no es lo suyo un estado de alarma sin control? En EEUU la excepción constante y la polarización hace crecer el porcentaje de población que aceptaría un sistema autoritario. De esta no saldremos mejores si manejamos el ácido como si no quemara.

Parece que el Gobierno sacará adelante los presupuestos y con ellos la legislatura, lo que presionará sobre la estrategia nihilista del PP. Y en lo que trascendió hasta ahora parecen presentar mayor justicia social de la acostumbrada, aunque reteniendo las amenazas neoliberales de fondo y de desarrollo lento. Es parte de la tranquilidad pasajera del ojo del huracán. Esos presupuestos dependen de una Europa sometida a presiones geopolíticas. EEUU, Rusia, China y Turquía maniobran cada vez más abiertamente y no para fortalecer a la UE. Sánchez se reunió con el Papa en una operación de imagen interna e internacional. Está bien que el Papa le diga, y que todos le oigan, que la patria se construye con todos. Pero se echa de menos que Sánchez le diga que España es ahora un criadero de odio y que la Iglesia fue la avanzadilla de ese odio. Cuando todavía en política no se habla con esos tonos, eran las tribunas eclesiales las que tronaban tiempos oscuros, matanzas imaginarias, destrucciones de las familias y totalitarismos de tebeo. Aún recuerdo a Monseñor Suquía, desde la cúspide la Conferencia Episcopal, describir el SIDA, cuando más azotaba la enfermedad, como una rebelión de la naturaleza cuando se la contravenía. A eso llegaba su impiedad con muertos y enfermos y su aversión enfermiza a los homosexuales. Las emisoras y canales episcopales fueron las primeras tribunas en que se oyeron esas hipérboles desquiciadas, insultos desmedidos y arengas casi bélicas que ahora ya se oyen con normalidad en nuestra vida política. La homilía de Sanz Montes el Día de Asturias es un recuerdo de que la Iglesia en persona, y no solo agrupaciones ultracatólicas, es parte de la borrasca que acecha el ojo del huracán. Supongo que Sánchez no se lo dijo al Papa.

La población está sin fondo ni paciencia y es el peor momento posible para que la clase política se comporte como una clase aparte. La asistencia de cuatro ministros a esa fiesta de Pedro J., rompiendo las normas estrictas y ásperas que nos aplican a los demás, me hizo recordar a Thomas Nagel. Escribió en los años 70 un artículo famoso sobre el intrigante tema de cómo es ser un murciélago. Desgrana las razones técnicas por las que nunca podemos sentir lo que es ser murciélago sin ser un murciélago. Creo que no hay manera de entender cómo cuatro ministros van al minibotellón de Pedro J. más que siendo esos cuatro ministros. Es tan imposible reproducir el estado mental que los llevó allí sin ser ellos como el estado mental de un murciélago sin ser murciélago.

Tras Casado y los presupuestos llegó la calma. Los cielos limpios en el ojo del huracán duran poco y vendrán tormentas. Es tarea de cada uno al menos no estar confuso y no acumular demasiadas certezas por hora. La democracia está jugando fuera de casa.