«No me quiero morir sin ser abuelo»

César Casal González
César Casal CORAZONADAS

OPINIÓN

Pepa Losada

27 jul 2021 . Actualizado a las 09:30 h.

No. Debe ser una experiencia única. Esa sensación de que se completa un ciclo. Ayer fue el día de los abuelos. Es una celebración que tiene su raíz en la festividad de san Joaquín y de santa Ana, abuelos de Jesús.

Mis abuelos ya no están, pero siguen en mi memoria. Los abonos que mi abuelo me regalaba para ir al fútbol, siempre la palabra regalo pegada a la palabra abuelos.

Oigo un reportaje sobre nietos y escucho cómo uno dice que su abuelo le enseñó a manejar el tractor. Otra dice, emocionada, que su abuela le mostró el secreto para hacer la mejor tortilla de patatas del mundo. La mejor tortilla de patatas siempre es de nuestras abuelas. Nadie cose como ellas. Nadie enseña templanza y fortaleza como ellas. Y ellos. Es lo que tiene la edad. «A mí me enseñaron a saber perdonar», cuenta un chico. Otra vez la experiencia, que solo da la edad. Ese largo recorrido que permite distinguir cuando hay que correr, cuando hay que solo caminar y cuando hay que parar.

No me gustan nada las celebraciones del día de... Pero el día de los abuelos se merece una excepción, sobre todo después de la pandemia. Ellos son los que más han sufrido con el desastre del covid. Muchos no están. Ya no pueden consentir a sus nietos. Han dejado un vacío inmenso en sus familias. Un vacío que es necesario llenar, aunque sea con un puñado de líneas.

Se dice que los abuelos son las segundas madres y los segundos padres. No creo que sea así. Me gusta más decir que un abuelo es un padre al cuadrado y una madre al cuadrado. Hasta la pandemia siempre estuvieron ahí. Al pie del cañón. España, donde las relaciones familiares son todavía cálidas, tiene el récord en la media de horas de cuidados de los abuelos de sus nietos. Hay estadísticas que hablan de que, en este país, los abuelos cuidan a sus nietos entre cuatro y seis horas al día. Una barbaridad. Fruto del amor. Pero consecuencia también de un más que deficiente sistema de ayudas que hace que los jóvenes no se animen a la aventuras más fabulosa y más complicada que hay: ser padres. Ese viaje del que jamás vuelves igual.

De la misma manera que a ti te transformó ser padre, a los abuelos tener nietos les trae el recuerdo de la vuelta de la vida. Esa fuerza imparable. Les gusta intuir gestos. Adivinar rasgos. Y lo dan todo por ellos. «No me quiero morir sin ser abuelo», escuchas. Debe ser un chute de adrenalina bestial cuando las fuerzas por la lógica de la naturaleza decaen. La cadena que de alguna manera se completa.

Ese abuelo que nunca dijo no. Que te permitió salir a cenar una y cien veces. Que se quedó con sus nietos. Que les cantó canciones. Pero que también les enseñó que el camino es el de la fortaleza. La dureza es esencial. Que les repitió que la vida es muy larga y que «cuando vosotros vais yo ya estoy de vuelta».

Y no pueden faltar esos abuelos que de milagro todavía sobreviven en esa España vacía, en esa Galicia vaciada. El regalo extra de vivir en una ciudad y que tus abuelos te expliquen que la leche no viene en cartones. Que te lleven al establo a pisar bosta, que te enseñen a distinguir el canto de los pájaros. Las señales de la naturaleza.

Vivimos en un mundo de poder, de relaciones de poder. El ser humano es un animal de prestigio, como han dicho muchos pensadores. Pero el cargo más importante que se puede tener es el de ser abuela. No hay alto cargo más relevante que el de abuela. No hay mayor prestigio. No es un poder, es un superpoder.

No nos pongamos tristes, no es un blues. Los abuelos nunca faltan si cuidamos nuestra memoria. Siempre los tendremos al lado. Si cerramos los ojos y vemos cómo agarran nuestra manito para cruzar la calle. Madrugando para evitar que mamá pierda su trabajo.

Gracias, abuelos.