La huella de Mortadelo

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ED

28 ene 2018 . Actualizado a las 08:46 h.

La España de Franco no lo era más que en el plano institucional. La de verdad era más bien la de Escobar, la de Raf, la de Vázquez. En definitiva, era la España de los dibujantes de la editorial Bruguera: un país de señores malhumorados con bigotillo, chapuzas, mozos que hacían la mili en Zaragoza, porteras, teleclubes rurales, cafelitos y cursos de peluquería por correspondencia. Por supuesto, había muchas otras cosas, pero la vida solo se entiende bien a través de la exageración. Por eso existe el arte. También, por eso, los tópicos no son tan nocivos como creen tantos hoy en día.

Por resumir, digamos que era la España de Mortadelo y Filemón, de los que estos días se cumplen sesenta años.

Ellos eran la versión para niños de aquel mismo país surrealista, cutre y entrañable que los mayores leían en Hermano Lobo o El Papus, mientras nosotros hojeábamos los tebeos, tumbados a sus pies en la alfombra. Ahí estaba todo el atrezo de una historia alternativa de España: el Seiscientos ubicuo, los guardias de la porra, los taxistas con gorra de plato y en mangas de camisa, las familias de domingueros, los botones de banco uniformados, las «boîtes», los transistores para oír la quiniela... Porque, aunque se sigan publicando aventuras Mortadelo hasta hoy - en una del año pasado salía Trump-, pienso que su espíritu sigue siendo el de aquellos años sesenta y setenta del siglo pasado en los que tomó su forma perfecta. Lo curioso es que, visto con los ojos de un adulto de otro siglo, es un mundo que resulta insólitamente brutal, de una saludable incorrección política; una sociedad en la que todos se tratan de usted, pero todo lo resuelven a tortas. Es la picaresca española en tiempos del NO-DO. Poblada por una muchedumbre de acreedores y sablistas -un término muy de entonces-, pobres de pedir -otro-, burócratas corruptos, chapuzas a domicilio, trabajo en negro y colillas de Celtas sin filtro. Ese era, creo yo, el secreto de Mortadelo y Filemón: que su humor se basaba en el mal humor. No pretendían hacer crítica social -que es la única manera en que la crítica social puede tener algún interés-. Sin embargo, cuando uno mira ahora aquellos tebeos de los años setenta, entiende mejor aquel país contado a pie de calle y con trazos gruesos: la España del pluriempleo, en la que los dos agentes más importantes de una organización de espionaje internacional viven en una pensión de mala muerte, y cuando se compran una camisa es «de quince pesetas». La España del desarrollismo, donde los labriegos son todavía de botijo y borrico, pero ya hay solares en construcción por todas partes y todo el mundo está obsesionado con las letras de cambio devueltas, el utilitario y la calvicie. Para entender el pasado, se puede recurrir a los historiadores o a los caricaturistas, y para entender España en el futuro habrá que estudiar a Mortadelo y Filemón. Aprovechando el aniversario, me he puesto a buscar los álbumes que me quedan por ahí. No son muchos, porque no tengo vocación de coleccionista. Los he encontrado un poco amarilleados y con las esquinas gastadas, como mis propios recuerdos. Son esos libros grandes que nos regalábamos mutuamente por nuestros cumpleaños. El sulfato atómico, toda una sensación cuando salió; Contra el gang del Chicharrón, Magín el Mago. En Valor… ¡y al toro! veo una página en la que la figura de Mortadelo está silueteada torpemente. Seguramente la calcamos, mi hermano o yo, para hacer un dibujo. Paso la yema del dedo sobre esa huella profunda, que es como el surco que deja un recuerdo. Tiene casi el tacto de un bajorrelieve.

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