Las semillas de la civilización

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

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El archipiélago de las Svalbard es un lugar extraño. Perteneciente a Noruega y relativamente cercano al Polo Norte, es uno de los lugares más remotos de la tierra

15 abr 2018 . Actualizado a las 08:14 h.

El archipiélago de las Svalbard es un lugar extraño. Perteneciente a Noruega y relativamente cercano al Polo Norte, es uno de los lugares más remotos de la tierra. Su capital, Longyearbyen, de dos mil habitantes, es una pequeña extensión de casas prefabricadas en las que viven sobre todo científicos y estudiantes. Barentsburg, un poco más al sur, es un poblado minero y es territorio ruso en virtud de un viejo tratado. Allí uno puede ver todavía una estatua de Lenin y murales en el estilo del realismo socialista que llaman, un tanto extemporáneamente a trabajar por el comunismo. Entre las peculiaridades de este sitio peculiar está el que nadie puede morir en las Svalbard. Está prohibido, porque el deshielo y la erosión acaban haciendo asomar los cuerpos enterrados. Así que cuando alguien enferma o resulta gravemente herido se lo llevan inmediatamente a Europa en avión. Pero el verdadero rey de las Svalbard es el oso polar, que campa allí por sus respetos. Cuando visité el lugar, hace años, se decía que había que tener cuidado porque los osos blancos dormían en los portales de las casas de Barentsburg. En Longyearbyen había señales advirtiendo de su presencia. Si llegabas para quedarte una temporada, una normativa que te obligaba a tomar lecciones de tiro con rifle, y los niños iban a la escuela escoltados por un voluntario armado. Por la noche, se oía a los osos vagar, tumbando los cubos de basura.

Según se mire, Svalbard parece o un lugar prístino o un escenario post-apocalítico. Quizá por eso es allí donde se decidió que se instalaría la Bóveda Global de Semillas, de la que se cumplen estos días diez años. El encomiable proyecto consiste en custodiar muestras de todos los tipos posibles de semillas en un búnker a prueba de catástrofes. Si algún día la civilización se acaba, será en Svalbard donde renazca la agricultura. Se entiende la preocupación: una institución similar en Iraq fue destruida durante la invasión norteamericana de 2003, la de Afganistán la demolieron los talibanes, la de Egipto la saquearon los manifestantes de la Primavera Árabe, la de Filipinas ardió en 2012. Este depósito de semillas de Svalbard parece que, al menos en principio, está a salvo de todo eso. Sus puertas solo se abren tres veces año con la solemnidad de un sésamo, y en su vientre guarda cerca de un millón de especímenes. Ahí las cajas de Corea del Norte se apilan junto a las de Estados Unidos, y las de Rusia sobre las de Ucrania.

Pero esta armonía es también engañosa. Una de las semillas que mejor se ha dado en la Bóveda Global es la de la discordia. China y Japón se han negado a participar, la India tiene muchas dudas, y entre los países han ido creciendo las suspicacias, por ejemplo cuando uno registra la semilla que otro cree propia. Cada vez hay menos aportaciones de los países desarrollados. Por ejemplo, Italia solo ha dejado un espécimen del maíz del que sale la polenta. Los gobiernos no quieren pagar los portes y los ecologistas tienen una teoría de la conspiración según la cual todo esto es un truco de las empresas agroalimentarias para hacerse con los secretos de las semillas.

Y esta es la ironía: que, intentando anticiparse a los problemas del futuro, la Bóveda Global de Svalbard se ha acabado enredando en los problemas del presente. Al fin y al cabo, se trata de semillas. Y en la semilla se encuentra ya implícito el futuro. Era lógico pensar que las semillas de la civilización también contendrían, en sí mismas, sus virtudes y sus defectos, lo que somos y lo que seremos.