Una paternidad muy reconocida

Guillermo Guiter
Guillermo Guiter REDACCIÓN

ASTURIAS

FPA

Los premios Princesa de Asturias, que cumplen en esta edición 42 años, comienzan a ser felizmente mayores que algunos de sus premiados

14 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Todas se parecen, pero no hay dos ceremonias iguales. Está en la naturaleza de los premios Princesa de Asturias, que cada año renacen con nuevos premiados, flamantes o muy reconocidos talentos. De hecho, dada la veteranía que están adquiriendo los galardones asturianos, cada año es más frecuente que paseen por la alfombra azul personas o instituciones que aún no habían nacido cuando se celebró la primera ceremonia, allá por 1981. Es un paso del ecuador, un signo de los tiempos. Una paternidad buscada, deseada y satisfecha.

Este es el caso, por ejemplo, del premiado de Deportes de este año, Eliud Kipchoge, nacido en 1984 o de la asociación ganadora del premio de Concordia, Mary’s Meal, fundada en 1992. Y la propia princesa Leonor, que ostenta el título que un día llevó por primera vez su padre y que nació en 2009.

Los premios que hace 42 años tomaron forma en la mente del periodista Graciano García, hoy presidente emérito de la Fundación, han perdurado y crecido con los años hasta llegar a ganarse el reconocimiento internacional. Y, como todas las cosas vivas, la lista de galardonados va creciendo, pero también envejece: cada año nos dejan algunos nombres ilustres que en su día escucharon los aplausos del Campoamor. Voces que resonaron con fuerza y se apagan, pero no son olvidadas.

Algunas de ellas, desgraciadamente, antes de haber podido recoger la estatuilla, como es el caso este año del pensador Nuccio Ordine, premio de Comunicación y Humanidades; o de la historiadora Hélène Carrère d'Encausse, ambos fallecidos recientemente sin haber podido acudir a la ceremonia.

En este último caso se da una circunstancia muy peculiar: el hijo de Hélène Carrère, Emmanuel Carrère, fue premiado en la categoría de Letras en 2021, lo que hace de ambos quizá la primera estirpe de galardonados por la Fundación. Los premiólogos, que sin duda pronto surgirán como ocurre en torno a las instituciones longevas, se encargarán de recopilar y anotar este tipo de hechos curiosos.

Luz en el detalle

Detrás de las anécdotas, a veces, se oculta un significado profundo que facilita claves, ya que anécdota no significa necesariamente casualidad. Observemos una que ha sido replicada muchas veces (en su momento publicada y ahora compartida y replicada en redes con algo de distorsión), pero no por ello menos auténtica, según la protagonista.

Meryl Streep era una joven actriz emergente en 1976. Tenía 26 ó 27 años cuando el hijo del famoso productor Dino de Laurentiis la vio en una obra de teatro, le gustó y decidió presentársela a su padre, que estaba en aquel momento enfrascado en la monumental producción de King Kong. Al verla entrar a su oficina, según dice la estrella de cine, De Laurentiis dijo en italiano a su hijo que esa chica era demasiado «brutta» (fea) pensando que la actriz no le entendía, a lo que ella contestó, también en italiano: «Siento no ser lo suficientemente bella para estar en King Kong». No hay constancia de la cara que puso el productor. El papel se lo quedó Jessica Lange y, hoy, Streep cuenta con tres Óscar y 21 nominaciones, nueve globos de oro, dos Bafta, tres Emmy y un larguísimo y casi posible de enumerar etcétera.

¿Se arrepintió De Laurentiis alguna vez de aquella decisión? Hasta los grandes tótems de Hollywood, cuyos nombres hemos visto una y otra vez en enormes letras al principio de una película, son capaces de meter la pata (fuertemente) alguna vez…

Del bate a la pluma

Está claro que a Meryl Streep no le cambió la vida su encuentro con De Laurentiis. Estaba de algún modo, gracias a su carácter y su talento, encarrilada por una carrera imparable igual que una bala de cañón, como dejó entrever en su respuesta descarada al poderoso productor. Un anticipo del #MeToo que no dejaba mucho margen para las dudas.

Otras anécdotas sí marcaron la carrera profesional de sus protagonistas, como es el caso -según contó él mismo- del escritor Haruki Murakami. Es un suceso ciertamente oriental. Contaba el japonés en un prólogo de Escucha la canción del viento que, dado que era muy aficionado a la música, su idea era montar un bar de jazz y así poder escucharlo todo el día mientras ponía copas. Compaginar afición y obligación, el sueño de cualquiera. 

Así lo hizo, pues, el joven Murakami. Abrió un local junto a su mujer en Tokio, con mucho esfuerzo y un trabajo abrumador, y hasta instaló un piano de cola. La letra pequeña del contrato era que debía trabajar de sol a sol para salir a flote. Entretanto, no obstante, no dejaba de ser un gran lector. Y para un lector voraz, pasarse de pronto al otro lado y convertirse en escritor es siempre una tentación más que latente. Es un anhelo que en algún momento hay que atender. 

Y eso pasó; lo curioso es el cómo. Un día de abril de los años 70, Murakami fue a ver un partido de béisbol. Y él cuenta: «En la segunda parte de la primera vuelta, cuando Sotokoba realizó el primer lanzamiento, Hilton bateó con un bonito golpe efectuado hacia el ala izquierda y logró avanzar hasta la segunda base. El sonido limpio del bate dándole a la pelota resonó por todo el estadio, y se oyeron unos pocos y dispersos aplausos por los alrededores. En aquel instante, sin antecedente ni fundamento alguno, pensé de pronto: Sí. Quizá también yo pudiera convertirme en novelista».

Bien, más que una anécdota es como una revelación o una epifanía que resulta algo críptica, como leer un haiku pintado en una pared de la calle. Después del partido, fue hasta su barrio y compró papel y una pluma. Así empezó todo, y así nacieron Pinball 1973 y Escucha la canción del viento. Había nacido un autor. Hasta llegar a Oviedo desde aquel bateo mágico, han pasado cincuenta primaveras, obras magistrales y mucho reconocimiento internacional.

Mucho más allá de la anécdota

Algunos hechos nos marcan más o menos, como ocurrió con Meryl Streep o Murakami. Otros, como le ocurrió al maratonista Eliud Kipchoge, nunca se apearán de lo que les señaló el sentido de su vida. Este atleta sobrio, humilde y gigantesco, nacido en una aldea de Kenia, hacía todos los días corriendo, cuando era niño, los tres kilómetros que lo separaban de la escuela. Hijo menor de cuatro hermanos criados con esfuerzo titánico por su madre, hoy es un hombre que no ha perdido el rumbo que le marcó su niñez: sigue por la línea recta de la mesura, de la economía de movimiento imprescindible tanto en su vida como en su disciplina. Y que le ha hecho, dicen, ser uno de los más grandes de todos los tiempos.  

Pequeños errores históricos

Dicen los historiadores que uno de los constructores de la UE, François Mitterrand, auguró pocos días antes de la caída del Muro de Berlín que el derrumbe de la Unión Soviética aún tardaría décadas en producirse. Que no lo vio venir, vaya.

Sea o no verdad esta anécdota, pues nadie le niega a Mitterrand su acertada visión histórica en (casi) todo lo demás, Hélène Carrère d'Encausse también fue una de las primeras en vaticinar el desmembramiento de la URSS. 

Sin embargo, cuando escribió L'Empire éclaté (que vendría a ser algo así como El imperio destruido, o desmoronado), acertó. Pero no por las causas que ella creía entonces, pues afirmó que la caída del imperio rojo vendría desde las repúblicas musulmanas periféricas, mientras que, en realidad, la gran grieta que abrió ese melón se originó en el mismísimo Kremlin ante la relativa somnolencia de aquellas repúblicas. 

El hecho no le quita mérito a la elegante historiadora, pues ante el hermetismo soviético pocos disponían del conocimiento adecuado sobre la situación económica y social del gigante euroasiático como para prever ese colapso tan rápido, completo y rotundo que ella sí supo leer con décadas de antelación. 

Pescados de oro

Contaba Nuccio Ordine, el premio de Comunicación y Humanidades, de este año, desgraciadamente fallecido hace poco, una de las fantásticas paradojas del laberinto dibujado por García Márquez en Cien años de soledad: Aureliano Buendía fabricaba en su taller pescaditos de oro, los vendía y las monedas que obtenía las fundía para seguir haciendo más pescaditos. Con ello quería ilustrar Ordine una de sus máximas vitales: hacer las cosas por el placer de hacerlas, no como medio, sino como fin en sí mismas. La utilidad de lo inútil es uno de sus títulos, como muestra.

Esta y otras muchas perlas nos dejó la enorme intelectualidad de Ordine, un hombre que luchaba por la dignidad de las humanidades frente al furor tecnológico y ante todo un profesor que afirmaba que la enseñanza y la educación «constituyen una forma de resistencia a las leyes del mercado, a la mercantilización de nuestras vidas y al temible pensamiento único».

En una reciente entrevista con La Voz de Galicia, el microbiólogo Jeffrey Gordon y premio Princesa de Investigación, bromeaba (hasta cierto punto): «Soy más microbio que humano. Usted también, claro». Porque sus largos años de estudio de los microbios con los que convivimos en nuestro propio cuerpo le han hecho un convencido del papel protagonista que los pequeños organismos tienen en nuestras vidas.

Y el papel que tendrán en el futuro, aunque el científico se muestra un tanto reticente a usar la bola de cristal. Pero sí arriesga un poco, ante la insistencia del periodista: «En los próximos diez o quince años, en el botiquín del siglo XXI tendremos microbios. Pero la gente debe entender que esto es un proceso, un viaje. Tenemos que ser claros y precisos. En esta época, especialmente debemos que ser fieles a la verdad». Todo un pase de muleta a las fake news tan de moda en la era del trumpismo.

Sus dos compañeros de galardón son Peter Greenberg y Bonnie Bassler, que seguramente tengan mucho que decir sobre descubrimientos, hallazgos, serendipias y otros hitos accidentales de la ciencia. Ambos son pioneros, aseguran los expertos, en el estudio de la comunicación entre bacterias mediante la emisión de ciertas sustancias. «Lo bueno de las bacterias es que tienes una sorpresa cada día esperando por ti, porque son tan rápidas que crecen durante la noche», ha declarado en alguna ocasión Bassler. Y, lo que es aún más inquietante, hablan entre ellas. Da que pensar sobre el contenido de esas conversaciones.

Y más si se añade el aviso a navegantes que hace su compañero premiado, Peter Greenberg: «Hay demasiado que aprender de los microbios, y cuanto más sepamos de ellos, mejor nos irá». Es probable que, en general, cuanto más sepamos de cualquier cosa, mejor nos irá.

De lo pequeño a lo inmenso

El premio Princesa de Asturias de la Concordia no debería dar para anécdotas. O sí, pero en este caso emotivas, algunas desgarradoras y todas muy humanas. Magnus MacFarlane-Barrow, fundador de Mary’s Meals, organización que provee millones de comidas a niños sin recursos de una veintena de países, cuenta muchas en El cobertizo que alimentó a un millón de niños, un libro publicado en español.

Esta es la primera, quizá la más transcendental en la vida del escocés: En un viaje a Malawi, un cura amigo le llevó a conocer a una familia en la que la madre estaba muriendo de SIDA. Cuidaba seis hijos pequeños que pronto iban a quedar huérfanos. MacFarlane le preguntó al mayor, Edward, de catorce años, qué esperaba de la vida. Su respuesta le conmovió: «Quiero tener suficiente comida y algún día ir al colegio». Tanto que allí mismo concibió el proyecto de Mary’s Meals.

Tampoco son anécdotas, sino más bien historias singulares y dramáticas las que afronta la institución premiada este año con el Princesa de Asturias de Cooperación Internacional, Iniciativa para Enfermedades Desatendidas (DNDi por sus iniciales en inglés) y que tenemos también aquí, a la vuelta de la esquina. O frente a nosotros. 

Son las enfermedades ignoradas, no por la ciencia, sino por la sociedad y por la industria farmacéutica que, sus luces y sombras, al fin y al cabo, constituye un lucrativo negocio que busca grandes mercados. Y como tal, desatiende aquellas dolencias consideradas «raras» porque no le resultan rentables y otras que están relacionadas con la pobreza y el desarrollo, por el mismo motivo, pero más subrayado.

Hay que decir, para no ser maniqueos, que no todas farmacéuticas son monstruos sin rostro o monstruos a secas. De hecho, algunas colaboran en este proyecto para investigar tratamientos que no dejen a nadie atrás siempre que haya instituciones que también aporten fondos. Son tantas las dolencias casi desconocidas y que implican dramas humanos con rostro y sufrimiento, que parece una tarea inabarcable como una pesadilla en una calurosa noche de verano. El camino es duro, largo, sinuoso, y ellos suponen una pequeña (gran) luz que lo ilumina y que hace del mundo un lugar menos inhumano. Y esto, en fin, es la razón de ser de los premios.