Aquel verano del 36

Miguel Barrero
Miguel Barrero REDACCIÓN

OPINIÓN

22 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

En un pasaje de «La noche de los tiempos», su protagonista, el arquitecto Ignacio Abel, deambula por un Madrid lúgubre y lluvioso durante una noche de octubre de 1936. Recorre las calles vacías azorado, temeroso, porque está a punto de abandonar la ciudad y quiere despedirse de José Moreno Villa y Juan Negrín.  Acaba de estallar la guerra civil y está preocupado por la suerte de su amante, a la que intuye que no volverá a ver y cuyo rastro sigue por la ciudad con la triste obstinación de quien presiente que su futuro está perdido de antemano. Antonio Muñoz Molina me contó una vez que, al escribir ese capítulo, en su cabeza se dibujaban espacios estrechos y sombríos, la geografía íntima de un país a punto de precipitarse al borde del abismo, y que se sorprendió mucho cuando un tiempo después, en los diarios del propio Moreno Villa, leyó cómo éste reseñaba que uno de los rasgos que mejor habían definido aquellos días aciagos era su luminosidad: el sol otoñal que coronaba el azul de los cielos velazqueños, la brisa fresca que infundía, pese a todo, alegría de vivir, la rutina en manga corta de una ciudad recién salida de un verano que para mucha gente acabaría siendo el último.

Tendemos a imaginar los escenarios pasados en función de lo que de ellos hemos aprendido en el presente, y a partir de ese conocimiento sobrevenido reinterpretamos lo que bien pudo ocurrir de modo muy distinto a como nos dicta una imaginación contaminada por el resabio. Y sin embargo, sabemos que Federico García Lorca cogió un tren para Granada porque en ningún momento creyó que se pudiera desencadenar una escalada criminal como la que terminó dando con sus huesos en el barranco de Víznar; sabemos que en Madrid la gente seguía asistiendo al cine al aire libre que instalaban en el paseo del Prado y que se servía el tradicional cocido en Botín o en Lhardy, también que al caer la noche los vecinos sacaban sus banquetas a la calle para iniciar tertulias despreocupadas con las que acaso conjuraban la nostalgia por sus lugares de origen; sabemos que por toda España los niños jugaban en unas calles sin apenas automóviles; sabemos que se continuaban haciendo negocios y chapuzas y planes para el porvenir más inmediato; sabemos, en fin, que aquel 18 de julio fue un día perfectamente normal para una inmensa mayoría que pasaba por la vida desconociendo que al despacho de Manuel Azaña, presidente de la República, habían llegado informaciones preocupantes, y que a la hora lúcida y feliz del mediodía el oficial nazi Juan Hinz se reunía en la plaza de Cibeles con militares rebeldes para ultimar la entrega de armas alemanas a los conspiradores. Por mucho que hoy nos resulte inverosímil, sabemos que también en 1936 hubo verano. Y sabemos que, subyugados por la ligereza que siempre embauca al ánimo en las despreocupadas fechas estivales, pocos hicieron caso al vendedor del «Ahora» que al romper el alba apareció por la Gran Vía voceando el titular que presidía la primera plana: «Se subleva el ejército de Marruecos».