El fracaso de un gobierno, en forma de decreto ley

OPINIÓN

20 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

La negativa en el Congreso de los Diputados a convalidar el Decreto Ley relativo a la liberalización de los estibadores, aprobado por el Consejo de Ministros el 24 de febrero de este mismo año, es una nítida fotografía de lo que muchos aventurábamos con la investidura de Mariano Rajoy. Se acabaron las mayorías estables, los paseos militares cada vez que una iniciativa gubernamental llegaba al Congreso... Una alianza de todas las fuerzas parlamentarias ditintas al PP, Ciudadanos y el PNV, como ha sido en este caso, echa por tierra las expectativas del Gobierno, incapaz de alcanzar no ya la mayoría absoluta, sino ni tan siquiera la simple.

Reconozco que el varapalo me resulta reconfortante por un aspecto que a veces se pasa por alto: la costumbre que adquirió el Gobierno del Partido Popular en estos últimos años de legislar a golpe de Decreto ley, aprovechándose de las múltiples ventajas que ofrece este tipo de normas, pero incurriendo en una escasa sensibilidad constitucional.

Los decretos ley son un tipo de normas muy ligadas al Estado Social de Derecho. Se trata de fuentes que tienen el mismo valor que las leyes (es decir, pueden derogarlas) y que aprueba el Gobierno por sí solo (esto es, sin contar con una previa delegación o autorización por parte de las Cortes, titulares del poder legislativo). Sirven, como digo, al Estado Social, puesto que permiten responder de forma inmediata a necesidades imprevistas que necesitan regularse con rango de ley: en vez de esperar a la lenta tramitación de una ley (que puede dilatarse meses), el Gobierno, dotado de unidad política, puede dictar el Decreto ley en un plazo extremadamente breve, atendiendo así de forma instantánea a la urgencia social.

Ahora bien, tan importante facultad en manos del Gobierno cuenta con severas cortapisas constitucionales: se limitan las materias a las que un Decreto ley puede afectar (entre las que se incluyen los derechos y libertades), se obliga a que sólo se emplee esta figura cuando se presente una «extraordinaria y urgente necesidad» y, finalmente, se la dota de caducidad, ya que los Decretos ley sólo tienen 30 días de vida. Si se quiere prolongar su eficacia sin límite de tiempo se necesita que el Decreto ley sea convalidado por el Congreso de los Diputados. Justo lo que acaba de rechazar ahora mismo la Cámara Baja: y, con el rechazo, habiendo pasado los 30 días preceptivos, el Decreto ley no convalidado desaparece.

Pues bien, este tipo de disposición, concebida como una forma excepcional de normar, ha sido empleada por el Gobierno como un mecanismo habitual, a fin de saltarse los debates parlamentarios, con sus «fastidiosas» enmiendas. ¿Para qué presentar un proyecto de ley ante las Cortes cuando el Gobierno puede aprobar, sin contar con las ellas, una norma que vale lo mismo? En su falaz tendencia, el Ejecutivo se ha visto favorecido por dos circunstancias. La primera ha sido la amplia vara de medir que ha utilizado el Tribunal Constitucional a la hora de determinar cuándo existía esa «extraordinaria y urgente necesidad» que habilitaba al Gobierno a dictar un Decreto ley. Para el alto tribunal, siempre que haya una situación política imprevista y a la que ha de hacerse frente con inmediatez, ya se justifica el Decreto ley. Y, claro está, esos son conceptos lo suficientemente amplios como para expedir un cheque en blanco al Ejecutivo. De hecho, con la actual crisis económica todo es urgente y necesario, o así lo argumenta el Gobierno para dictar uno tras otro los Decretos ley que le viene en gana.

La segunda ventaja con la que había contado hasta ahora el PP fue su cómoda mayoría en pasadas legislaturas. Puesto que la convalidación de los Decretos ley se lleva a cabo por mayoría simple (más votos a favor que en contra), el Gobierno no tenía dificultad alguna para prorrogar sine die la vida de aquellas normas. De hecho, desde 1979, nunca un Decreto ley había dejado de ser convalidado.

Ahora la situación ha cambiado. El Gobierno, antes vitoreado por la mayoría parlamentaria, hoy se la tiene que ganar día a día y si no es así, ya sabe lo que le espera. Quizás, ahora que ya no puede disponer de los Decretos ley con tanta facilidad, se lo piense un poco y empiece a hacer un uso excepcional de ellos, como correspondería a un Ejecutivo que tuviese una mentalidad verdaderamente constitucional y democrática, y que no considere que esto es una república bananera en la que lo que acuerda del Consejo de Ministros va a ser recibido con salvas parlamentarias.