La corte (pintada) de Carlos II en el Bellas Artes de Asturias

Juan Carlos Gea OVIEDO

CULTURA

Un paseo por los detalles de la «enciclopédica» colección barroca de la pinacoteca asturiana con la guía de Benito Navarrete, uno de los grandes especialistas en el período

06 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Entre las imponentes efigies de dos monarcas -uno temporal: el rey Carlos II;otro divino: Cristo en la cruz- la sala 3 del Palacio de Velarde, en Oviedo, compendia un excepcional testimonio de la pintura barroca española. Junto a algunas de las obras expuestas en el corredor anexo, el Museo de Bellas Artes de Asturias ha conseguido reunir en ese tramo de su colección un conjunto de cuadros del Siglo de Oro que configuran un recorrido «enciclopédico» y «absolutamente necesario» para entender el barroco madrileño; junto con el sevillano, la cima de la pintura española del XVII y, por extensión, una de las cimas de la pintura europea de la época.

Los adjetivos los pone el profesor Benito Navarrete, uno de los máximos especialistas en la materia, y rescata junto a ellos el parecer de su maestro, el gran especialista en el barroco pictórico español Alfonso Pérez Sánchez. El que fuera director del Prado durante la Transición defendía que «cualquiera que quiera conocer a fondo el barroco madrileño tiene que pasar por el Museo de Bellas Artes de Asturias». Un parecer que Navarrete hace suyo sin reservas, y que defendió hace unos días en el propio Bellas Artes durante una conferencia sobre este apartado de la pinacoteca asturiana que gira, como una corte o un microcosmos, en torno al Carlos II a la edad de 10 años de Carreño de Miranda y el Cristo muerto en la Cruz de Zurbarán.

Navarrete -autor de abundante bibliografía de referencia sobre las dos corrientes principales de la pintura barroca española y de una reciente monografía sobre Carreño- se centra sobre todo en la primera de esas dos piezas, una de las indiscutibles obras maestras del Bellas Artes y culmen también de la carrera del pintor avilesino que llegó a pintor del rey y pintor de cámara de Carlos II. Lo que «singulariza» a este conjunto de obras es el modo en que «ponen en contexto la figura de Carreño, sus antecedentes y consecuentes pictóricos», relacionándo con otros autores, corrientes y tradiciones.

Según Benito Navarrete, esos vínculos son especialmente ricos y elocuentes con el primer naturalismo español, tendencia que Velázquez lleva a su máxima altura en su afán por trabajar «del natural»: un forma de entender la pintura que privilegia el elemento de realidad, llenando el cuadro de verosimilitud y cercanía aunque se trate de una escena religiosa o una efigie del poder, y, en sentido contrario, remitiendo la pintura al mundo, a una realidad externa a ella misma.

Así, al igual que la propia figura del joven monarca reratada por Carreño en 1671 está rodeada de ese atrezzo tangible y concreto que permite reconstruir tal y como era el Salón de Espejos del Alcázar de Madrid en torno al Hechizado, el mundo pictórico que gira en torno al primer Carlos II que realizó el asturiano está lleno de esos detalles concretos que enlazan lo pintado y lo que está más acá de la pintura.

Detalle del retrato de «Carlos II a la edad de diez años» de Carreño de Miranda
Detalle del retrato de «Carlos II a la edad de diez años» de Carreño de Miranda Museo de Bellas Artes de Asturias

Navarrete oficia de guía en un pequeño viaje por ese camino de pintores sensibles a la realidad cotidiana y diestros a la hora de replicarla. Señala, por ejemplo, la «soberbia» Anunciación de Bartolomé González, donde el ojo casi se desentiende de la escena bíblica para perderse en la presencia de las flores, los ropajes del ángel, los detalles de sus alas y las de la paloma o las flores que entrega a la Virgen, acusando la influencia de la pintura italiana y Caravaggio: «la redondez, el dibujo, los volúmenes...»

Detalle de la «Anunciación» de Bartolomé González
Detalle de la «Anunciación» de Bartolomé González Museo de Bellas Artes de Asturias

Lo mismo vale para la Sagrada Familia con Santa Ana y San Juanito de Juan de Roelas, «una obra fundamental para entender lo que es la atención a la naturaleza muerta, y una de las primeras pinturas en las que se empieza a ver la atención al natural», en aspectos como el exquisito racimo de uvas que sostiene Santa Ana o el hilo de oro en el manto de María, que remite, según Navarrete, a la «herencia flamenca» y su «preciosismo».

Detalle de la «Sagrada Familia con Santa Ana y San Juanito» de Juan de Roelas
Detalle de la «Sagrada Familia con Santa Ana y San Juanito» de Juan de Roelas Museo de Bellas Artes de Asturias

De esos detalles del mundo reconocible y diario está repleta l a compleja escena que reflejan los Preparativos del Viaje de Tobías, de Félix Castello, donde Navarrete apunta además hacia otro de los fenómenos de intercambio cultural y artístico del barroco que él ha estudiado a fondo: el uso por parte de los grandes pintores de modelos tomados de los grabados que funcionaban en aquel momento como el canal más universal para difundir imágenes, como «un equivalente de nuestros mass media». En este caso, «copiando literalmente» el mismo tipo de estampas a las que recurría, por ejemplo, también Zurbarán: un grabado de Philip Galle a la que Castello dota de colorido y volumen (suscitando de paso, según el guía de esta visita, una cuestion fundamental: «¿dónde está la creatividad del artista, el concepto de inspiración?»). 

Detalle de los «Preparativos para la partida de Tobías»
Detalle de los «Preparativos para la partida de Tobías» Museo de Bellas Artes de Asturias

Estos trasvases de iconografías entre distintas tradiciones, distintos países y distintos medios también se detecta la otra obra magna de la sala, el Cristo muerto en la cruz de Zurbarán, aunque de un modo más indirecto y con un recorrido más sinuoso, según relata Navarrete: en este caso sería Francisco Pachecho, el pintor y tratadista que impuso como norma la imagen de un Cristo crucificado con cuatro clavos, el que se habría basado en una estampa de Durero que vio en El Escorial. 

Detalle del «Cristo muerto en la Cruz» de Zurbarán
Detalle del «Cristo muerto en la Cruz» de Zurbarán Museo de Bellas Artes de Asturias

La elocuencia del detalle cobra un interés añadido, casi de indicio detectivesco para la pesquisa del historiador del arte, en un cuadro donde sirve para esclarecer otro de los asuntos habituales en pintura: el de la atribución de autorías e identidades. Sucede en un cuadro que se ha llegado a considerar como un autrorretrato de Carreño, pero que en realidad representa a su colega Francisco Rizi pintado por un discípulo de este, Isidoro Arredondo. Además de la aparición de un retrato de Carreño realizado por otro pintor, que confirmaría que no se trata de la persona representada en este otro, la identificación del retratado del Bellas Artes como Rizi vendría confirmada por esa figura que pinta al fondo del cuadro y por el realismo de lo que pinta: una Inmaculada muy similar a otra de Rizi que se guarda en el museo de Cádiz.

Detalle del retrato de Francisco Rizi, de Arredondo
Detalle del retrato de Francisco Rizi, de Arredondo Museo de Bellas Artes de Asturias

En el caso de la obra de Francisco de Solís sobre San Nicolás de Bari, una verdadera explosión de dinamismo y complejidad barroca, Benito Navarrete señala tanto la naturalista representación del paje copero Adeodate como, sobre todo, la de las dos tablas de relieves en madera que escoltan la imagen representando distintas escenas en la vida del santo: un recurso narrativo pintado a la manera del barroco madrileño, pero que «está tomada del mundo medieval».

Detalle de «San Nicolás de Bari», de Francisco de Solís
Detalle de «San Nicolás de Bari», de Francisco de Solís Museo de Bellas Artes de Asturias

Los floreros del valenciano Tomas Hiepes y de Juan de Arellano son una muestra perfecta del modo en el que la representación del natural puede estar a la vez cargada de verismo y de simbolismo. De lo primero daría idea, por ejemplo, según Benito Navarrete, la tesis que reconstruye «el mundo de mediterráneo» a través de la «precisión analítica», casi de botánico, con que Hiepes pinta sus flores; de lo segundo, detalles como el acabado de la zona izquierda del tapete, claramente más desvaído y descolorido que el resto de la pieza. ¿Un fallo del pintor? Al contrario: una sutil manera de insistir el mensaje alegórico sobre el paso del tiempo y el deterioro de todas las cosas, el famoso tempus fugit, que esconde en todo bodegón.

Detalle del «Florero» de Hiepes
Detalle del «Florero» de Hiepes Museo de Bellas Artes de Asturias

Lo mismo indica el estudioso acerca del caracol y la mariposa que aparecen en la base del jarrón con flores pintado por Arellano: emblemas de los sentidos y también vanitas cuya fragilidad recuerda que todas las cosas pasan fugazmente ante ellos.

Detalle del «Florero» de Juan de Arellano
Detalle del «Florero» de Juan de Arellano Museo de Bellas Artes de Asturias

Por fortuna, lo que el Bellas Artes ofrece a los sentidos y la interpretación del espectador contemporáneo tiene algo más de persistencia. Benito Navarrete no deja de señalar la calidad de otras composiciones: los tres magníficos Carreños de juventud que escoltan al Carlos II; las Inmaculadas de Cabezalero, Antolínez o Miguel Jacinto Meléndez; el San Francisco de Palacios con sus resonancias de El Greco... Una corte que por sí sola resume unos años capitales de la pintura española y en la que Carlos II sigue reinando de un modo mucho más perdurable que en el de su monarquía. Algo que, en sí mismo, seguramente también puede verse como una alegoría sobre el poder político y sobre los poderes del arte.