Eduardo Mendoza resarce en «Las barbas del profeta» sus deudas con la infancia

H. J. Porto REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

XOÁN A. SOLER

El narrador, que el jueves recibe el premio Cervantes, viaja por los textos de la Historia Sagrada en busca de los orígenes de su fascinación por la palabra escrita y la ficción

18 abr 2017 . Actualizado a las 07:18 h.

«No exagero al afirmar que la Historia Sagrada que estudié en el colegio fue la primera fuente de verdadera literatura a la que me vi expuesto», dice Eduardo Mendoza (1943) en su nuevo libro Las barbas del profeta (editado al alimón por la Universidad de Alcalá y el sello Fondo de Cultura Económica), texto inédito que acaba de publicar con motivo de la entrega del premio Cervantes 2017, que tendrá lugar el próximo jueves en Alcalá de Henares, el mismo día en que se presenta este volumen. Mendoza rememora su infancia escolar, como la de muchos niños de la posguerra española: «La Historia Sagrada, por si alguien no lo sabe, era un resumen de los pasajes más relevantes de la Biblia. Quién decidía su relevancia, yo no lo sé. Tengo la impresión de que venía dada por una tradición que nadie se habría atrevido a disputar ni habría sabido cómo. También supongo que la finalidad de aquella enseñanza era reforzar nuestras creencias religiosas. Era obvio que nada en aquel libro singular reforzaba las creencias religiosas. Más bien lo contrario. Pero esto, como casi todo, no era objeto de debate».

Con grandes dosis de humor y otro tanto de empatía y de sutil nostalgia, con esa modestia que engalana su persona, además de su proverbial sentido del narrar, el escritor barcelonés viaja a la tierra de Caín, de José y sus hermanos, de Isaac, de Salomón, de la Torre de Babel o de Jonás, para resarcir así su deuda con el niño que fue -y que le ha llevado a ser el hombre adulto que ahora es-, con los momentos felices de aquellos aciagos años de la escuela franquista y con sus contactos inaugurales con el mundo de la imaginación y la fantasía. Y, sobre todo, esos pasajes de los textos sagrados -la serpiente que tienta a Eva, la expulsión de Adán y Eva del paraíso, la muerte de Caín a manos de Abel, el sacrificio de Isaac, entre otros muchos, además de algunos episodios centrales del Nuevo Testamento- que despertaron en él la fascinación por la palabra escrita y por los mundos de la ficción, además de enseñarle a distinguir entre lo imaginario y lo real, «si por real entendemos el escuálido mundo material que nos limita», matiza el escritor.

Siguiendo el hilo de sus recuerdos -y con la certeza de que una sociedad se explica mejor si no se desvincula de sus mitos fundacionales-, Mendoza repasa estos pasajes al tiempo que reflexiona sobre un amplio abanico de temas, que van desde los ángeles, las creencias, la incredulidad, la moral, la ética o la forma en que el arte ha tratado algunos de estos asuntos. «Como toda literatura genuina, a diferencia de las lecturas dirigidas y controladas a las que entonces tenía acceso, suscitaba más preguntas que respuestas y en lugar de ofrecer ejemplos o enseñanzas, producía estupor», anota el autor de La ciudad de los prodigios, que admite que en su formación «intervino menos el gusto que las circunstancias, y solo parcialmente el azar». 

Instrucción religiosa tenaz

Con tediosa regularidad se les impartía a los escolares, relata Mendoza, unas materias que debían aprender: «Porque para eso estábamos allí», zanja. Estas materias eran variadas, pero todas se presentaban en su aspecto menos atractivo, incluso la asignatura denominada Lengua y Literatura. En cambio, la Historia Sagrada le resultaba estimulante: «La única excepción escolar a esta monotonía, al menos en mi recuerdo, lo constituía una materia perfectamente excéntrica, cuya legitimidad nadie podía poner en tela de juicio, pero cuyo sentido nadie habría sabido explicar si se lo hubieran preguntado». Aunque él no es creyente, dice, creció en un mundo dominado por la religión: «Recibí una instrucción religiosa no sé si sólida, pero sí muy tenaz. Mi familia no era practicante, salvo en ocasiones sociales, y si era creyente, lo era por inercia. En aquella época, pertenecer a la religión católica era lo natural. Bastaba con dejarse llevar por la corriente».

Sin embargo, y aunque guarda un recuerdo plomizo de aquellas lecciones servidas sin complicidad alguna del niño, deja en el aire una advertencia: «El abandono de las humanidades en los planes de estudio causa un mal irreparable a los estudiantes, que ellos y la sociedad pagarán con creces si no lo están pagando ya».