Revolución, tortura y arte para una «Rayuela» en cómic

J. C. Gea GIJÓN

CULTURA

Fragmento de una página de «Pinturas de guerra», de Ángel de la Calle
Fragmento de una página de «Pinturas de guerra», de Ángel de la Calle

El gijonés Ángel de la Calle publica «Pinturas de guerra», una ambiciosa novela gráfica que busca «hacer justicia» con la generación latinoamericana masacrada bajo las dictaduras de los 60 y 70

08 may 2017 . Actualizado a las 18:20 h.

Hace casi cinco años, Ángel de la Calle tenía en la cabeza un cómic sobre «lo que sucede con un grupo terrorista después de que se haya disuelto». Había transcurrido otro lustro largo desde la segunda parte de su monumental Modotti, una mujer del siglo XX, y el diseñador, dibujante, codirector de la Semana Negra y de las Jornadas del Cómic de Avilés -gijonés a todos los efectos aunque naciese salmantino- ya tenía elegido el lugar, el tiempo y los terroristas en cuestión: una peculiar formación japonesa que operó en Brasil después de la II Guerra Mundial. Pero otra historia y otras urgencias se le cruzaron en el camino. Le sucedió en Buenos Aires. Decidió aprovechar un tiempo muerto tras una presentación de Modotti, para acudir a las instalaciones de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA), una de las más temibles estaciones de tortura y exterminio habilitadas durante la dictadura argentina. Allí, el dibujo que uno de los torturados dejó garabateado en el muro de su celda incrustó un persistente imperativo en el dibujante: «Cuenta esta historia, cacho cabrón, pero cuéntala bien». Es lo que De la Calle se ha esforzado en hacer en Pinturas de guerra, la novela gráfica que acaba acaba de publicar en Reino de Cordelia, después de «cuatro años con aquel tío puesto aquí, detrás de oreja».

En ese tiempo, De la Calle se ha entregado a la plasmación del periplo la de toda una generación que, en los años 60 y 70 del pasado siglo, se echó a las calles. La animaban unos anhelos revolucionarios que, en el caso de los países de Latinoamérica, acabaron siendo ferozmente reprimidos, en particular en países como Argentina, Chile, Uruguay o México: los mismos de los que provienen los artistas reales convertidos en personajes ficticios en Pinturas de guerra por un Ángel de la Calle que, también ficticio, se encuentra con ellos en el París de principios de los 80, una década después de su militancia como guerrilleros montoneros, tupamaros o miristas, de su detención y de su tortura.

Junto a ellos otros seres de nuestro universo que asoman, conversan (o pasean) por este otro paralelo que tanto se le parece, con nombres reales o enmascarados: Guy Debord, Juan Goytisolo, Jean-Luc Godard, el asturiano Alberto Cardín, un Rodolfo Pikowsky cuyo nombre recuerda bastante al de al añorado pintor luarqués fallecido hace solo unos días… Pinturas de guerra viene a prolongar, así, la mirada que De la Calle lanzó en Modotti sobre el gran magma de las corrientes revolucionarias y de vanguardia de principios de siglo, de nuevo con el arte como trasfondo y con un minucioso conocimiento de las historias y sus protagonistas que tienen mucho también de homenaje a una mitología personal.

Reto narrativo

Sin embargo, el reto es mucho mayor en este caso. La fluidez visual del cómic circula esta vez por una ingeniería narrativa que hace suya toda la complejidad de la vanguardia novelística del siglo XX, con Rayuela en la cúspide. Como Julio Cortázar en su obra magna, De la Calle ha construido un artefacto en el que «puedes empezar a leer por cualquier punto» y con el que ha pretendido «presentar armas frente a Cortázar» con tributos tan evidentes como los títulos de los capítulos (inspirados en los de Rayuela) y numerosas alusiones explícitas en la obra. Del mismo modo, Pinturas de guerra también se mira en sus autores de cómic de referencia: Guido Crépax, Hugo Pratt, Frank Miller, Jean-Claude Forest…

«He querido poner el cómic frente a las novelas que me interesan y mantener ese nivel narrativo», asegura De la Calle, que ve su última obra como «una reivindicación de la novela como herramienta válida para contar la realidad desde la ficción». Obras maestras de la historia alternativa como El hombre en el castillo, de Philip K. Dick -que muestra unos Estados Unidos dominados por las potencias del Eje tras su derrota en la II Guerra Mundial- también han servido de baliza al autor, que utiliza la libertad narrativa para rescatar a esos «personajes perdidos en el tiempo».

Historia y ficción

Semejante juego entre historia y ficción que arroja paradojas como el hecho de que «los personajes reales son lo menos real de todo» empezando por el mismo Ángel de la Calle que aparece -«en una autoficción que quiere ser un acto de implicación personal»- como un joven que viaja al París de 1980 para escribir una biografía sobre su amada Jean Seberg, musa de la Nouvelle Vague, emblema de cierta juventud políticamente engagé y mito erótico al que dedica la última parte de Pinturas de guerra.

Es esa pesquisa la que le pondrá en contacto con los artistas exiliados cuyos testimonios le permitirán finalmente contar «algo que no estaba contado» y hacer, de paso -como escribe en el epílogo- «una forma de justicia con la generación de latinoamericanos protagonistas de esta historia, que en los años sesenta y setenta, con aciertos y errores, tratron de liberar su continente por segunda vez. Con poco éxito, aparentemente, y con un coste personal y humano exagerado». Un «happy ending imposible», concluye De la Calle, con palabras de su prologuista, Paco Ignacio Taibo II.

Hay, no obstante, pequeñas justicias poéticas dentro y fuera de las viñetas. Como el encuentro en México con Pilar Calveiro, exmilitante montonera detenida y desaparecida, cuyo libro Poder y desaparición, los campos de concentración en Argentina es una de las referencias que ha arrojado más luz sobre estos sucesos oscuros, y que lo fue también para Pinturas de guerra. Por ella, recibió De la Calle de algún modo la satisfacción de aquel encargo que recibió desde un muro en la misma ESMA donde Calveiro fue torturada. «Después de leer el libro, se me acercó y me dijo: "Gracias por contarlo". Estuve muy lento para responder, como dijo una vez Juan Gelman, "Gracias a ti por sobrevivir"».