Polanski parece decir adiós a esto dedicando al mundo una peineta

José Luis Losa VENECIA / E. LA VOZ

CULTURA

Roman Polanski (a la derecha) da indicaciones al actor Oliver Masucci durante el rodaje del filme «The Palace».
Roman Polanski (a la derecha) da indicaciones al actor Oliver Masucci durante el rodaje del filme «The Palace».

El cineasta polaco transita el ridículo en su vulgar comedia «The Palace»

03 sep 2023 . Actualizado a las 12:08 h.

Cualquier asomo de controversia personal por la presencia en la Mostra de The Palace, último trabajo de Roman Polanski, dejó ayer paso al estupor generalizado nada más concluir la proyección. Se trata de una barrabasada de tal calibre que cuesta analizar las razones que pudieron llevaron al cineasta polaco a pegarse semejante tiro en el pie. Quiere ser el filme una screwball comedy en toda regla: una situación de continuos enredos, de gags que ametrallan meteóricamente la acción.

Lo que sucede es que Polanski nunca tuvo gracia. Ni siquiera en su mejor momento de forma, justo antes de rodar dos piezas maestras como La semilla del diablo y Chinatown, cuando dirigió la única comedia hasta ahora de su carrera y una de las peores películas de su extensa filmografía: El baile de los vampiros.

Pero entre carecer del touch del comediante y protagonizar el más chirriante de los ridículos hay todavía un trecho: el que arrastra a esta vergonzante The Palace, que parte de una idea con posibilidades: la reunión de una pléyade de ancianos multimillonarios en un hotel de montaña suizo para celebrar el temido año 2000 y sus jeremiadas avisando del fin del mundo con el cambio de siglo. Y la llegada de unos rusos en el mismo momento en el que Yeltsin aparece en televisión anunciando su renuncia y la presidencia —por unos meses— de un tal Putin.

Es muy difícil alcanzar a describir el nivel de cochambre artística de lo que resulta. Todo lo que pasa en este hotel de los líos está presidido por un nivel de guion que convierte hasta en noble el cine de Ozores con Pajares y Esteso. La vulgaridad que alcanzan las situaciones con gracietas sobre excrementos de perros o sobre una odalisca de 20 años que ve como su marido nonagenario (John Cleese) muere durante un coito —y ella se ve incapaz de despegarse de la cabalgada—. Los chistes a costa de las prostitutas de alto standing que acompañan a los gangsters rusos. Las vomitonas de ancianas recauchutadas por la cirugía plástica de Joaquim de Almeida, que las deja como los protagonistas de La muerte os sienta tan bien. Y en ese coro gerontofílico descubres a Fanny Ardant o a Sydne Rome, por un tiempo pareja de Polanski (también lo fue de Julio Igesias) y protagonista de ¿Qué?, el mayor fracaso artístico del cineasta. Percibes cómo sube el nivel de non sense de las situaciones con la aparición del hijo secreto, checo y muy paleto, de un Mickey Rourke convertido ya en su decrepitud de corticoides en el hombre elefante. Todo es escatología infantil, misoginia rampante donde las mujeres figuran solo para hablar de felaciones o de rollos con el fontanero.

La mítica actriz Fanny Ardant, posando en Venecia en la presentación del filme «The Palace».
La mítica actriz Fanny Ardant, posando en Venecia en la presentación del filme «The Palace». Yara Nardi | Reuters

Y es patético asistir al modo en que en la pantalla se desatan los dos mil brochazos de pretendido humor y la sala de la inmensa Dársena del Lido se mantiene silente. Te preguntas cómo es que nadie —un ser querido, un buen amigo— logró apartar a Polanski de este ridículo abominable. Pero descubres que el co-guionista de The Palace es nada menos que Jerzy Skolimovski, director de culto y compañero de los tiempos de la Escuela de Varsovia del autor de El pianista.

No puedo dejar de creer que en esa complicidad de Skolimovski hay maldad reconcentrada. Seguramente odio y celos viejos de cuando su colega, pareja del siglo junto a Sharon Tate, triunfaba en Hollywood y en el mundo mientras él no pasaba del reducido circuito del arte y ensayo. Y que por eso, Skolimovski es con certeza bien consciente del cenagal al que empujaba a su colega, mientras él aún guarda su prestigio al firmar películas metafóricas y adoradas por minorías como la reciente EO, con premio en Cannes.

O eso, o creer que Polanski, recién cumplidos los 90 años, decide decir adiós a todo esto con un corte de mangas y remitiéndonos esta excrecencia. Pero si es así hace muy mal negocio. Qué tristeza haber hecho leyenda en la Historia del cine con Mia Farrow presa de la secta del doctor Saperstein, o con la nariz de Jack Nicholson sajada por un cuchillo por meterla en el incesto entre Faye Dunaway y John Huston. Y terminar tu carrera con un plano final de la nefanda The Palace donde —literalmente— un perro de aguas se trinca a un pingüino.

Los hijos de Leonard Bernstein Jamie Bernstein, Nina Maria Felicia Bernstein y Alexander Bernstein, posando para el estreno de «Maestro».
Los hijos de Leonard Bernstein Jamie Bernstein, Nina Maria Felicia Bernstein y Alexander Bernstein, posando para el estreno de «Maestro». Guglielmo Mangiapane | Reuters

Bradley Cooper, Bernstein, la postal y el Óscar

Tras su remake de Ha nacido una estrella, Bradley Cooper vuelve a tomar la cámara en Maestro, merengado biopic del director de orquesta Leonard Bernstein. Sigue el rumbo de algunos de los más carismáticos actores que (cada uno en su tiempo) optaron por dirigir —Brando, Newman, Redford, Beatty, Clooney— y que, por cierto, no les fue nada mal. En cambio, Cooper no posee pulso creativo. Da la impresión de que tampoco lo desea porque si en su debut abrochó un taquillazo a costa de Lady Gaga, ahora se apunta a santificar a Bernstein, bendecido por Spielberg y Scorsese (ambos se avienen a tongos endulzados cuando producen).

Carey Mulligan y Bradley Cooper, en una escena de «Maestro».
Carey Mulligan y Bradley Cooper, en una escena de «Maestro».

Acompaña a Cooper una evidente ambición: la de contar para la puja por el Óscar al mejor actor. Su trabajo interpretativo es barroco y esforzado —con mucho, lo más destacado de un filme tan alicorto— y posee la condición que cuenta mucho para esto de la estatuilla: encarnar a una figura de fama y para ello someterse a una bien currada metamorfosis facial. Más allá de ello, me produce infinita pereza la tarea de simplificación de cualquier perfil o arista a la hora de abordar el alma del compositor de West Side Story. Maestro anuncia ya desde el título una función hagiográfica cargante, una idealización de postal de su relación con quien fue su compañera de vida, Felicia Montealegre. Su homosexualidad se aborda como una commodity que viene de serie en ese matrimonio y que se salda con una par de secuencias (una conversación con una de sus hijas y una discusión con su esposa tras 30 años casados) ostensiblemente ridículas. Se trata de despejar el terreno para que el tributo al hombre que transformó la sobria dirección de orquesta de la escuela europea en una exuberante performance norteamericana luzca emotivo y embellecido.

La devoción de Bernstein por Mahler da para un inserto de su Quinta Sinfonía -habría que pensar en poner ya multas por sobreexplotación a quienes manosean esta obra para sentirse sublimes- y extraña mucho que se pase por alto sobre la creación -y las consecuencias de lo que supuso- de West Side Story. Produce la compañía Amblin de Spielberg, quien de hecho iba a dirigir esta película, y se supone que no interesa hacerle sombra a la imagen de su remake musical de, precismente, West Side Story de hace tres años.

Así que, comprendido de que va este apaño, soportamos la insoportable levedad de ser un genio de Leonard Bernstein, un boceto superficial y banalmente preciosista en donde, además de la caracterización del oportunista Bradley Cooper, conviene reseñar el buen registro de Carey Mulligan.

Sollima (tercero por la derecha), con el equipo de actores de «Adagio», entre los que están Toni Servillo (tercero por la izquierda) y Pierfrancesco Favino (cuarto por la derecha).
Sollima (tercero por la derecha), con el equipo de actores de «Adagio», entre los que están Toni Servillo (tercero por la izquierda) y Pierfrancesco Favino (cuarto por la derecha). Yara Nardi | Reuters

«Adagio»

La otra película a concurso de la jornada, la italiana Adagio, no va -por suerte- de la vida de Albinoni o de Samuel Barber sino que su música de recámara es la de las balas que se reparte un grupo de policías que trata de chantajear a un ministro con doble vida -que se traviste en fiestas privadas- y el muchacho que estos quieren usar para que fotografíe in situ al fulano. Su director, Stefano Sollima, es un especialista en el género el pistolerismo de camorras o ndranghetas, autor de películas y series como Suburra, Gomorra o ZeroZeroZero y tiene la buena idea de poner como escoltas del adolescente a dos caras que enriquecen cualquier función: son las de Toni Servillo y -sobre todo- la de un inmenso Pierfrancesco Favino, con una asombrosa caracterización que es ya su segundo papel protagónico en esta Mostra. Tan grande está Favino como renqueante y latoso es el desarrollo de esta película chica de policías y ladrones que se hace tan eterna como esa Roma de colinas incandescentes que alguien con muy malas ideas de puesta en escena se inventa como decorado de fondo de la olvidable balacera italiana.